La democracia en Cuba

Cuando la actual reintegración de la isla a la comunidad internacional se estabilice, un nuevo orden social se habrá constituido en Cuba. Un nuevo orden que tendrá sus favorecidos y sus desfavorecidos y que acentuará aún más la estratificación que se vive desde los años noventa. Habrá todo tipo de clases y estamentos, y las diferencias entre unos y otros no serán solo económicas, también serán sociales y políticas. La administración de los conflictos que se generarán no podrá apelar solo al gasto público, la distribución del ingreso o la seguridad social. Tendrá que ofrecer un pacto democrático.

Poco a poco la transición a la democracia se vuelve un imperativo de la gobernabilidad del país. Todo orden social nuevo demanda un nuevo régimen político y en Cuba la sociedad ha cambiado, pero el Estado sigue respondiendo al formato soviético de partido único, control de la sociedad civil y la esfera pública y represión sistemática de una oposición inconstitucional y, por tanto, ilegal. Cualquier modalidad de tránsito democrático requiere de una reforma constitucional, en sus derechos civiles y políticos, que represente más equitativamente a la ciudadanía real.

La dificultad de una reforma política, por moderada que se imagine, es que depende del propio Gobierno. Un Gobierno que, en vez de propiciar una democratización del país, persiste en los arrestos preventivos y las golpizas contra los disidentes. A la reticencia a una reforma política se suma el desencuentro entre reformistas y opositores. La oposición desconfía de cualquier reforma oficial, aunque amplíe derechos civiles y políticos, mientras que los reformistas, como los gobernantes, no reconocen a los opositores como actores legítimos.

Hasta ahora la posibilidad de una reforma política solo ha circulado como promesa. Se ha dicho que en el próximo Congreso del Partido Comunista de Cuba, en abril de 2016, podría abrirse la puerta a una ley electoral que restrinja la intervención de las “comisiones de candidatura” en la elección de diputados a la Asamblea Nacional. También podría introducirse el mecanismo de la reelección inmediata limitada, por dos quinquenios, en todos los cargos públicos. Sectores reformistas han demandado también la elección directa del jefe de Estado.

Cualquier reforma entre abril de 2016 y febrero de 2018, cuando se instale la nueva Asamblea Nacional, tendrá poco impacto en la sucesión de poderes y la conformación del Consejo de Estado. Solo la elección directa del presidente podría tener algún reflejo en la instalación del nuevo Gobierno, ya que si la ciudadanía interviene en el sufragio, sin mediar un Parlamento progubernamental, los resultados electorales podrían dejar ver diversas corrientes dentro de la élite y liderazgos minoritarios o de mayoría relativa.

Si además de una reforma electoral se intenta una nueva ley de asociaciones, antes de la sucesión de febrero de 2018, que permita a la oposición y a la sociedad civil movilizarse más libremente y exponer sus programas, el paso a un régimen político más pluralista podría acelerarse. Una elección directa, bajo una nueva ley de asociaciones, permitiría que sectores críticos muestren sus preferencias por unos, otros o ninguno de los candidatos, aunque todos formen parte de la misma clase política hegemónica.

Todo esto suena más a fantasía que a realidad, pero los tiempos no juegan a favor del inmovilismo. Sea quien sea el sucesor en febrero de 2018, tendrá vacíos de legitimidad y liderazgo si su elección no se realiza con un mínimo desplazamiento al pluralismo. La legitimidad de Fidel y Raúl Castro tiene un origen histórico, que no comparte ninguno de los sucesores, y aun así, el segundo Castro debió alterar no pocas premisas del primero para lograr respaldo internacional y consenso interno. El sucesor se verá bajo una presión mayor de cambio por parte de esa comunidad internacional que hoy parece conformarse con poco.

El peor diagnóstico que podría hacer la élite cubana es que para contener la presión interna y externa de cambio solo basta una sucesión generacional en la jefatura del Estado. La comunidad internacional y la ciudadanía de la isla exigirán más que un nuevo rostro: exigirán una mayor distribución del poder. La diversidad de intereses que está generando el mercado, junto con la estratificación social, además de la inevitable y ascendente heterogeneidad política, que produce el mayor contacto con la emigración y con el mundo, se traducirán en incentivos para la democratización de la isla.

Rafael Rojas es historiador. Acaba de publicar Historia mínima de la revolución cubana (Turner).

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