No es fácil saber de qué hablamos cuando hablamos de democracia. Tan es así, que hay quien sostiene que la democracia no es otra cosa que su historia. A ello hay que añadir que la democracia ha sufrido un proceso de ideologización que ha desdibujado o contaminado su naturaleza. Quizá por eso se han formulado diferentes índices Polity, Freedom House o The Economist que tratan de evaluar el carácter y calidad de las democracias realmente existentes en el mundo. ¿La democracia? Se acostumbra a decir se acostumbra a creer que la democracia es el gobierno del pueblo, que es la condición de posibilidad del desarrollo, el bienestar y el progreso. Y hay quien distingue entre una democracia formal o burguesa, entendida como falsa democracia, y una democracia real o popular, entendida como verdadera democracia. Se equivocan. Ni la democracia garantiza el gobierno del pueblo ni la democracia asegura el desarrollo, el bienestar y el progreso de los ciudadanos. Por supuesto, la denominada democracia real o popular es un sofisma. La democracia no es lo que generalmente nos dicen que es. A la democracia no se le puede pedir lo que no puede dar. «Las ideas erróneas sobre la democracia determinan que la democracia funcione mal», dice Giovanni Sartori.
¿Dónde está el problema? ¿Quizá hay que reformular o refundar la democracia existente o buscar otra mejor? No. El problema se encuentra, como decía Goethe al hablar de la teoría de los colores, en la mirada de quien observa. Si nos libráramos de los prejuicios ideológicos que nos atenazan y nos aproximáramos a la realidad sin el daltonismo que con frecuencia nos caracteriza, si hiciéramos eso, aceptaríamos que la democracia es únicamente un método de trabajo. Aceptaríamos que la democracia, por decirlo a la manera de Norberto Bobbio, no es más que «un conjunto de reglas de procedimiento que permiten tomar decisiones selectivas a través del debate libre y el cálculo de la mayoría». La democracia son formas. La democracia es una arte de mediación que se agota en sí misma. La democracia es una máquina calculadora de votos que mide intereses. La democracia ni tiene sentido ni ofrece programa. El sentido y el programa de la democracia consiste precisamente en no tener sentido ni programa. El sentido y el programa de la democracia se encuentra en el hecho de que todos los sentidos y todos los programas se puedan manifestar y competir libremente en el marco de las reglas de procedimiento que el Estado democrático de derecho establece. En cierta manera, la democracia no es sino una racionalización técnica del conflicto que hace posible que los ciudadanos midan sus fuerzas sin recurrir a la violencia. El resultado de esta racionalización técnica, que toma cuerpo gracias al voto «el cálculo de la mayoría», en palabras ya citadas de Norberto Bobbio, es la formación de un gobierno que debe administrar los diversos intereses en juego en el seno de la ciudadanía. En definitiva, la democracia permite que el ciudadano tenga la oportunidad de aceptar o rechazar gracias al voto libremente expresado a los hombres y programas que han de gobernar durante un período siempre limitado de tiempo.
¿Hay que superar esta arte formal de mediación entre las partes que es la democracia? ¿Hay que ir más allá de esa máquina calculadora que es la democracia a la busca y captura de la llamada democracia real, o verdadera democracia, o democracia participativa, o democracia popular? Cuidado con los experimentos. La historia verbigracia: en la Unión Soviética y sus satélites en Europa, América, Asia y África reinaba la democracia real nos muestra sobradamente que, detrás de la idea de democracia real, se esconde el propósito totalitario de imponer los proyectos e intereses de castas, estamentos, clases o grupos que disfrazan de universal lo que no es sino particular. A estas alturas de la historia, deberíamos estar vacunados contra cualquier proyecto alternativo a la democracia formal en que vivimos. Cosa que no impide reclamar y exigir el correcto funcionamiento de determinados mecanismos inherentes a la democracia, como son, por ejemplo, los sistemas de control y contrapesos que limitan el poder, la crítica pública o el perfeccionamiento de los canales de intermediación política. Con estos mecanismos perfectamente engrasados, quizá podríamos conseguir que no se ahogara la pluralidad, que la burocracia no se apropiara con demasiada frecuencia del poder político y que nadie patrimonializara o tutelara en exceso la representación ciudadana. Parafraseando al Hobbes que discutía sobre la diferencia entre la democracia de los antiguos y de los modernos, hay que decir que no basta que las ciudades sean libres, sino que es necesario que los ciudadanos también lo sean.
Un par de toques de atención. El primer toque va dirigido a los partidos políticos. Si es cierto que los partidos son imprescindibles para la democracia sin partidos políticos no hay democracia: así de claro, no es menos cierto que alguna o mucha responsabilidad tienen en la crisis de confianza que hoy padece la democracia. Lo formuló crudamente Karl Popper en los siguientes términos: «Nuestras democracias no son gobiernos populares, sino gobiernos de partidos», y el Parlamento «no representa al pueblo y su opinión, sino únicamente el influjo de los partidos y de la propaganda sobre la población el día de las elecciones». Quizá por ello los partidos deberían tomar buena nota por la cuenta que les trae, Karl Popper concebía la democracia, no como un sistema para elegir representantes, sino como una forma de apartarlos del cargo mediante el voto, por supuesto para el que habían sido escogidos. El segundo toque de atención va dirigido a los políticos. Si los políticos no «solucionan» los problemas de los ciudadanos, será la democracia la convivencia la que finalmente sufra las consecuencias. ¿O es que en nuestras sociedades desarrolladas no se percibe una tentación autoritaria que manifiesta un número indeterminado de ciudadanos que desconfían de una democracia de hecho, de unos políticos y partidos ineficiente que no resuelve lo que debe resolver?
Acabo estas líneas remarcando tres cosas. En primer lugar, que las reglas del juego democrático esa arte formal de mediar entre las partes, con las limitaciones que se quiera son el único criterio válido para establecer, sin mitos ni ilusiones, qué es la democracia. En segundo lugar, que el instrumento por excelencia de la democracia es el voto «un individuo, un voto», reza la máxima democrática y no el manifestante, el concentrado, el acampado, el huelguista, el sms, la cuenta en Facebook o el mensaje del Twitter. En tercer lugar, que la democracia, para que dé frutos, requiere el trabajo perseverante del político y la actitud crítica del ciudadano ante unos partidos que ellos sí pueden transformar el mundo en el que vivimos. En cualquier caso, hay que asumir que la democracia no redimirá los pecados de nuestra sociedad, porque esa no es su función. A la democracia a una máquina calculadora de votos no se le puede pedir lo que no puede dar, decía antes.
Miquel Porta Perales, escritor.