La democracia excluyente

La tentación de excluir a partidos y votantes siempre ha existido en democracia. En abstracto, se asume que el pluralismo es un valor esencial del orden político y la convivencia uno de sus objetivos irrenunciables. Existe la posibilidad de ilegalizar partidos, pero bajo condiciones muy estrictas. Pero luego llega la competición electoral. En un mundo ideal, el debate público sería una honesta discusión sobre hechos y programas. En la práctica, pocos evitan la tentación de caricaturizar o incluso difamar al rival. Lo peor sucede cuando se le niega la legitimidad para participar en el juego político y su contacto se considera contaminante.

Sostengo que la democracia tiene derecho a defenderse a sí misma. La ilegalización de partidos que apoyan al terrorismo está totalmente justificada desde un punto de vista normativo. No sería aceptable defender una política de limpieza étnica o la desaparición de toda propiedad privada, por poner dos ejemplos extremos.

Sin embargo, la mayoría de las veces no nos enfrentamos a ejemplos extremos, sino a ideas que, simplemente, no compartimos. A mí no me gusta el nacionalismo y estoy en contra de la autodeterminación de Cataluña. Pero si me opongo con todas mis fuerzas a los partidos que la defienden no es por las ideas en sí mismas, sino por cómo las han defendido: fuera de la legalidad. Los secesionistas intentan excluir a la mitad de la población catalana y privar de sus derechos constitucionales a cuarenta millones de españoles.

Del mismo modo, mi problema con Vox no está en su programa electoral, aunque no comparta muchas de sus propuestas. Está en cómo crea un cerco moral que se va estrechando para que cada vez quepan menos partidos y menos votantes. Acusa a toda la izquierda de diversas dictaduras (la de género, la de la corrección política), la saca del grupo de los adversarios y la coloca en el de los enemigos. Y a todo partido que no acepte esta premisa lo califica de cómplice.

La izquierda tiene una enorme responsabilidad en esto y viene de lejos. Me divierte ver a Alfonso Guerra convertido en un moderado que reclama consensos. Lo recuerdo hace treinta años haciendo las delicias del público mitinero con sus mil formas ingeniosas de vincular al PP con el franquismo.

Más tarde llegó el pacto del Tinell y otras formas de cordón sanitario contra el PP, pese a que se trataba de un partido conservador moderado que representaba a muchísimos españoles. Luego apareció Podemos y su intento de retratar al PP (y, al principio, también al PSOE) como «la casta» que no podía representar a «la gente». El populismo siempre es excluyente, algo que han aprendido muy bien en Vox.

La gran recesión de 2008 transformó la política española. Pero, paradójicamente, en vez de hablar de cómo protegernos mejor frente a futuras crisis, estamos sumidos en una serie de guerras culturales que polarizan y fragmentan el sistema de partidos. Todo es política identitaria, que permite trazar líneas que nos separen a nosotros, los buenos, de ellos, los malos. Mientras llegan muy preocupantes señales de la economía mundial, seguimos discutiendo sobre la exhumación de Franco y las corridas de toros.

Los partidos están mucho más cómodos así. Los grandes asuntos de nuestro tiempo son complejos y se dirimen en ámbitos globales. La política local tiene capacidad para afectar nuestras vidas, pero sabemos de sobra que los cambios radicales vendrán de fuera.

Por suerte, España forma parte de la Unión Europea, que sí tiene potencial para hacer valer sus principios e intereses. Por tanto, los españoles tenemos cosas que decir y nuestro voto cuenta. Pero esto debería llevarnos a preguntarnos si esta creciente polarización es útil. Yo creo que no. Debemos buscar los consensos necesarios para afrontar la realidad política. Las guerras culturales no nos van ayudar con las consecuencias de las guerras comerciales, por ejemplo.

Creo que es el momento de los partidos liberales, en sentido amplio. Hay una mayoría de ciudadanos que creen en una democracia inclusiva y plural. Entiendo que es un momento difícil: los extremos tiran con fuerza y exigen alineamiento. En España, PP, PSOE y Ciudadanos deberían revisar sus posiciones y buscar puntos en común (los hay, y muchos). Y creo que el primer paso debería corresponder al partido Pedro Sánchez, presidente del Gobierno por el apoyo de las fuerzas más excluyentes. Los socialistas no ocuparán el centro liberal mientras no se alejen de los partidos que vulneran la Constitución y niegan el pluralismo. No puede exigir que se aísle a Vox quien se entiende con Torra.

No se trata de excluir ideas, todo lo contrario. Se trata de aprender de nuevo a ceder y a aceptar logros parciales con la vista puesta en un mundo que se transforma a toda velocidad mientras España parece, en ocasiones, regresar a la política de los años treinta.

Beatriz Becerra es eurodiputada.

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