La democracia expansiva

No creo que haya hoy en día una reflexión más importante que aquella que se centre en la democracia y su futuro. Ante todo porque es lo más valioso que tenemos como colectividad y conviene cuidarla, mejorarla y evitar que se degrade o, en última instancia, se pierda. La democracia es un estadio civilizatorio que ha costado siglos conquistar en los términos que hoy la concebimos. En nuestro caso, es conocido lo que costó imponerla y el poco tiempo que, históricamente, la hemos disfrutado. Solo 43 años en toda nuestra historia. Cuatro años durante la Segunda República y los 39 que llevamos con la Constitución de 1978. Digo cuatro años republicanos porque entiendo que únicamente cuando las mujeres pueden votar se puede hablar de democracia. Y eso sucedió en 1932 y lograron votar en 1933. Luego la guerra y la dictadura se tragaron todo.

Parecida consideración se puede hacer respecto a todos los países europeos y americanos. En los años veinte del siglo pasado se reconoció este derecho en Suecia, Holanda y durante la República de Weimar (1919) en Alemania, hasta la llegada de Hitler al poder (1933); en Gran Bretaña en 1928, eso sí, con una Cámara de los Lores hereditaria. En Francia, Italia, Bélgica a partir de 1946. La diferencia es que en esos países no se dio la terrible interrupción del franquismo. En EE UU hasta bien entrados los años sesenta del siglo pasado no se reconocieron los derechos civiles de los afroamericanos. No hay pues democracias antiguas, salvo que califiquemos como tales la Grecia de Pericles o la Roma republicana, basadas en la esclavitud.

Durante estos años de crisis, la democracia se ha erosionado. En España con una Constitución avanzada y un sistema de libertades y derechos consolidado, las causas del desgaste han sido varias. El aumento de la desigualdad y la pobreza ha sido una de ellas. España ha sido el país de la UE en el que más han crecido ambas, con riesgo de necrosis. La corrupción quizá ha sido la más dañina. En su forma de evasión y/o elusión fiscal ha sido un auténtico vaciamiento económico de la democracia, pues sin un sólido y eficiente sistema fiscal no hay Estado social y democrático. Luego, el funcionamiento de las instituciones —incluyendo partidos, medios, etcétera— no ha sido el mejor durante estos años.

En el fondo, la fortaleza del Estado democrático depende de algunas cuestiones relevantes: de la cohesión social, argamasa de la adhesión de la ciudadanía al sistema, ligada a la calidad del Estado de bienestar, sufridor de los recortes de la austeridad imperante. De la cohesión territorial, sustentada en la conciencia de compartir un proyecto común solidario, hoy zarandeada por las tensiones identitarias y el grave problema de Cataluña. Problema político de primer orden que solo empezará a remitir si se aborda una reforma constitucional en sentido federal que otorgue a nuestro sistema territorial de una nueva racionalidad compartida. Por último, no creo que una democracia avanzada pueda basarse en un sistema productivo atrasado. La insuficiente atención a la educación, al I+D+i es condenarse hacia el futuro.

Sin embargo, el problema más grave de las democracias actuales, en conjunto, radica en que una parte esencial de la economía, las tecnologías, la comunicación se han globalizado mientras que la democracia no. Los procesos esenciales que rigen la mundialización se han emancipado de la política y esta no rige, ni regula dicho proceso. Es más, son los poderes económicos los que determinan cada vez más las decisiones políticas.

Entre otras razones, porque la deuda creciente de los Estados, causada por la insuficiencia-evasión fiscales, ha conducido a que los “mercados” se hayan transformado en los acreedores de esos Estados y ya no tanto los ciudadanos vía impuestos. Con la dura crisis, los efectos de esta globalización excluyente han sido devastadores para amplios sectores de la población, fácil pasto para la demagogia. Es aquí donde hay que inscribir fenómenos como el Brexit, Donald Trump o el crecimiento de los nacionalismos por toda Europa, en especial en Francia, con resultados que pueden ser irreparables.

El discurso de estos líderes demagogo-populistas es perverso, pues si bien por un lado, con el fin de ganar votos de las capas populares, se ofrecen grandes ventajas con el regreso al Estado-nación puro y duro, la salida del euro, el cierre de fronteras, la dureza contra la emigración —en otro tiempo fueron los judíos—, por otra parte son genuinos representantes de poderes globales como es el caso de Wall Street, la City, Exxon etcétera. La premier británica, Theresa May, lo ha explicitado con la terrible frase: “La democracia solo es posible en el Estado nación”, lo que, de ser cierto, supondría la liquidación de la Unión Europea. Eso sí, para decir a continuación que Gran Bretaña será un actor global.

No nos engañemos, la ofensiva para acabar con el euro y la UE está en marcha, desde un lado y otro del Atlántico. Tiene razón el presidente Tusk cuando afirma que Trump, junto con otros, es una amenaza para el futuro de la UE, con su deseo de que se produzcan nuevos brexits.

Mi punto de vista es el exactamente opuesto al de la señora May. En las condiciones de la mundialización y para países de tipo medio como España y los europeos, solo la expansión de la democracia a espacios superiores puede salvar a esta de ser arrollada por los poderes económicos y/o las grandes potencias. Y esa democracia expansiva, en lo concreto, exige avanzar en la unión económica, social y política de Europa, es decir, transformar la UE en un auténtico sujeto político global, en una federación de Estados democráticos.

Este es el reto y el gran proyecto de nuestro tiempo. O expandimos la democracia o nos la jibarizan, nos la reducen a los pequeños Estados nación, como hacían los jíbaros con las cabezas de sus enemigos. No se trata solo de salvar el mejor proyecto de cooperación entre naciones de los tiempos modernos sino también de poder mantener democracias avanzadas y no regresar a las querellas fratricidas de antaño.

Sin duda que la UE debe ser mejorada y reformada pero se equivocarían las fuerzas progresistas y democráticas si cayeran en la trampa de quedarse inmóviles o ir hacia atrás, de no comprender que ha llegado el momento de la acción, de relanzar el proyecto europeo con aquellos que quieran, pues los enemigos que desean destruirlo son poderosos y activos.

Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas.

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