La democracia interpretada

Ni siquiera hace falta recurrir a las hemerotecas. Las divisas mitineras aún resuenan en el aire definiendo militarmente las identidades de dos de los partidos en liza, alineados en perfecta formación de batalla en el campo electoral. A un lado, Ciudadanos y su remake del sanchista no es no, lanzado fieramente contra su creador para negar cualquier posibilidad de acuerdo, con la obsesiva repetición característica del que teme no ser creído. Y al otro, un PSOE absolutamente desinhibido, que no reniega de sus amistades peligrosas y contempla - sádicamente complacido- la sumisión de Podemos, pero que sobre todo repica compulsivamente el mantra de frenar a las tres derechas de Colón, Ciudadanos incluido.

En definitiva, antes de las elecciones el no de Rivera a Sánchez estaba tan claro como el no de éste a aquél.

El 28 de abril los españoles acudieron a las urnas sabiéndolo. La duda no disponía ni del más mínimo escondrijo para ocultarse. Las opciones se mostraban descarnadamente desnudas. Salvo milagros exclusivos de los viejos tiempos del bipartidismo, o un Ciudadanos en alianza con el Partido Popular, más la adhesión pasiva de Vox. O el PSOE en coalición con Podemos, más la adhesión activa -o sea, cobrando- de los independentistas.

Al tradicional votante de centro izquierda tan sólo le quedaba decidir si quería o no creerse la enésima versión de la habitual estrategia del miedo del PSOE, ahora con el viejo dóberman transmutado en un sobredimensionado Vox, pintado como un formidable coloso capaz de multiplicar hasta el infinito las cunetas de Franco. O sea, decidir si la responsabilidad de poner fin a una realidad vivida -ésta sí- de nueve meses de mercadeo y humillación debía o no ceder ante la pasión adolescente por la parafernalia frente-populista.

Al final, la frivolidad de la llamada de la selva venció a la responsabilidad y muchos españoles optaron por creerse el parque temático de yugos y flechas recreado ad hoc por Pedro Sánchez. No todos, pero sí los suficientes acudieron a votar orgullosos de sí mismos al grito de No pasarán, autoasignándose el papel de heroicos brigadistas en lucha frente al Mal.

Pero en este caso, el 29 de abril, cuando despertaron, el dinosaurio ya no estaba allí. En realidad, nunca lo había estado. Los sobrecogedores truenos wagnerianos que creían haber oído no habían sido más que el graznido de unas pocas cornetas. Veinticuatro, para ser exactos. Aunque lo que sí estaba a punto de inaugurarse, tan sólo a la espera del 26 de mayo para la solemne ceremonia del corte de la cinta, era una España entregada a un líder sin más guía que la de su exclusivo medro personal, a cualquier precio -pagado por otro-, sin ningún freno y desprovisto de todo escrúpulo. Simplemente, se le habían entregado las llaves del castillo al conde don Julián de turno, pese a saberlo en tratos con los moros apostados al otro lado del foso.

Insistimos: se considere real o inventado el fundamento guerracivilista de los votos conseguidos por el PSOE, lo que nunca ofreció ninguna duda era su destino. Sus votantes lo fueron sabiendo perfectamente lo que Sánchez quería hacer con los sufragios recibidos: excluir a Ciudadanos y abrigar con ellos a populistas e independentistas, si tal cosa era necesaria para abrigarse él mismo. Del mismo modo que se votó a Ciudadanos sabiendo igualmente que su bandera, agitada hasta la extenuación, era el compromiso de no apoyar jamás a Sánchez. En resumen, se votó a unos y a otros con pleno conocimiento de lo que ofrecían. Luego parece razonable suponer que lo ofrecido es lo que sus votantes quieren ahora.

Pese a ello, empresarios y banqueros han pedido un acuerdo entre PSOE y Cs, ya sea en forma de pacto de legislatura o de gobierno de coalición; es decir, una corrección del sentido de los votos recibidos por uno y otro. Y lo han justificado explicando (como si hiciera falta, con Podemos a las puertas como única alternativa) que esa es la solución que más complacería a los mercados financieros. Otros muchos se han sumado a la rogativa. Afortunadamente, en esta abigarrada procesión no han faltado voces sensibles que se han dado cuenta del cuestionable talante democrático de una petición de esta clase. Al menos así, tan toscamente razonada. Y han acudido en su auxilio con otro tipo de justificaciones, mucho más esforzadas en guardar una mínima apariencia de decoro democrático.

Así, desde los más desacomplejados, que arguyen que la esencia de una democracia representativa consiste en que el pueblo delega el ejercicio de su soberanía en sus representantes, siendo estos libres de administrarla atendiendo a cuál sea el interés de aquél en cada momento, según su leal interpretación. Luego este supremo interés del pueblo soberano -por ellos fijado- liberaría a los elegidos de cualquier previo compromiso con los electores que le fuera contrario. Por eso no habría engaño. Porque tan sólo se trataría de la aplicación de una regla de juego conocida por todos de antemano.

Pasando por los prácticos, que echan mano de la socorrida cláusula rebus sic stantibus, razonando que no hay incumplimiento de promesas electorales cuando el escenario en el que se hacen es uno y el escenario en el que se aplican, otro muy distinto.

Hasta llegar a los que tal vez sean los más atormentados por su sensibilidad democrática, y que por eso mismo se revuelven y niegan terapéuticamente la mayor: la alianza PSOE-Cs en absoluto supondría una traición a sus votantes porque en realidad estos ya la habrían dado por descontada cuando votaron. Según ellos, el votante del PSOE en realidad no habría votado a favor de la creación de una Gran Casa Común de la izquierda con el nacional-populismo, sino que habría votado contra Vox. Luego, desactivado éste, bienvenido sea un pacto con Ciudadanos. Y el de Ciudadanos no habría votado en contra del PSOE, sino contra Iglesias, Torra y Rufián. Luego habiendo ganado el PSOE, bienvenido sea un pacto con éste si con él se impide que Sánchez se eche en manos de los tres jinetes del Apocalipsis constitucional.

La expresión clásica del Estado absolutista era ¡El rey ha muerto, viva el rey! Y la expresión clásica del Estado democrático es ¡El pueblo ha hablado! Pero según los esforzados padrinos de esta tercera vía, la expresión correcta no sería ésta, sino la de ¡El pueblo ha hablado! Ahora, interpretémoslo.

En el fondo, de esto va el debate. Con acuerdo o sin él, España sobrevivirá, ya que bordear el abismo ha sido siempre su sino y salvarse in extremis, su gracia. Por eso, el debate no va de si hoy debe darse una u otra alianza, sino de cuál es la democracia que queremos tener: una democracia en la que se cumpla la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas, aunque se hunda el cielo; o una democracia tutelada en la que se considere legítimo alterarla para proteger al pueblo de sí mismo. En resumen, se trata de elegir entre una democracia de ciudadanos mayores de edad o una democracia interpretada.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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