La democracia liberal y sus enemigos

Cuando el dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió que “todo el poder viene del pueblo”, luego formuló la pregunta importante: “¿Pero a dónde se va?”

El logro notable de la democracia liberal en los cincuenta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial fue responder a esa pregunta de una manera que promovió el consenso social y la solidaridad. Si bien los gobiernos eran elegidos por mayorías de ciudadanos iguales, funcionaban dentro de un orden constitucional basado en el estado de derecho, instituciones democráticas y valores y derechos aceptados. Y gobernaban con el consentimiento de una minoría que respetaban.

Para fines de los años 1980, algunos creían que este sistema de gobernanza, que engendraba éxito económico y estabilidad política, había triunfado sobre cualquier otra alternativa. El autoritarismo comunista y fascista estaba desacreditado. Se había instalado un ánimo de triunfalismo, que alimentó la complacencia. Pero las cosas parecen mucho menos halagüeñas para los demócratas liberales hoy.

Por empezar, el auge y caída de la primera década de este siglo pasó su factura. También lo hizo el estímulo de una forma irrestricta de globalización que tuvo poco en cuenta las consecuencias sociales de los menores costos laborales comparativos en los países en desarrollo para los trabajadores en los países desarrollados. Un comercio más libre y un intercambio más abierto no estuvieron acompañados de políticas del mercado laboral y de seguridad social para mitigar sus efectos negativos. Es más, China, hoy la economía más grande del mundo en términos de paridad de poder adquisitivo, distorsionó las reglas del mercado internacional para beneficio propio.

Otras dos cuestiones desacreditaron aún más a los gobiernos democráticos. Primero, la desigualdad social creció de manera alarmante en muchos países, principalmente en Estados Unidos, lo que llevó a los ciudadanos a preguntarse si vivían en sociedades justas. Segundo, la migración de países más pobres a países más ricos, alimentada por la pobreza y factores demográficos, creó tensiones en las economías desarrolladas. Los estándares de vida empeoraron y la gente pospuso sus esperanzas de una calidad de vida mejor.

Algunos hoy ven un choque entre la democracia iliberal y el liberalismo antidemocrático. Se cree que las elites quieren frenar lo que ven como las esperanzas irracionales e imposibles de cumplir de la mayoría, mientras que la mayoría lucha por revocar los controles y contrapesos que moderan la voluntad popular.

La creciente desilusión con el gobierno democrático se hace evidente en el ascenso de líderes como el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, el presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, y, por supuesto, Donald Trump. El presidente norteamericano parece tener una actitud imprudente frente a la Constitución, al estado de derecho, a la libertad de prensa y al debate político civil. Estados Unidos solía ser el abanderado de la democracia liberal y los derechos humanos. Pero la administración Trump prefiere a los autoritarios duros más que a los demócratas, y hasta ataca a los aliados democráticos de Estados Unidos.

Otros caen en sus propias formas de populismo. En Gran Bretaña, el rechazo por parte del Partido Conservador de lazos estrechos con Europa está acompañado de amenazas de atacar a las instituciones que hasta ahora han limitado al poder ejecutivo. Estas incluyen las cortes y los jueces independientes de Gran Bretaña, su canal de televisión público y de clase mundial, la BBC, y cualquier organización de la sociedad civil que pudiera disentir con el ejecutivo.

No hay necesidad de exagerar; no hemos escrito el último acto en la historia de la democracia liberal. Pero hay suficientes señales de problemas como para recordarles a los norteamericanos y europeos sensatos la caída de Europa en manos de la tiranía en los años 1930, y decidir actuar ahora para impedir que cualquier cosa parecida vuelva a suceder. Si bien rara vez se recomienda lanzar la voz de alarma, a veces realmente hay un lobo escondido en el bosque.

Como si la aparente complicidad de Occidente en la desestabilización de su propio sistema de gobernanza no fuera lo suficientemente mala, las democracias liberales también deben lidiar con amenazas externas.

Por ejemplo, al presidente ruso, Vladimir Putin, le resulta difícil resistirse a la tentación de ocasionar problemas en las democracias europeas y –a pesar de la negación de la evidencia por parte de Trump- en Estados Unidos también. Al financiar partidos políticos nacionalistas y populistas, intentar disolver los valores que sostienen unida a la Unión Europea y apelar a un bandolerismo de alta tecnología oscuro y taimado, Putin no cesa en sus esfuerzos implacables por alterar el mapa político de Europa.

Putin quiere que Europa vuelva a ser un continente dominado por esferas de influencia y no por autodeterminación. Pero Rusia, un estado precario con hidrocarburos y cohetes, carece de la influencia económica como para montar un ataque importante contra los valores liberales democráticos. Así, aunque el comportamiento amenazador del Kremlin deba ser observado y rechazado con firmeza, parece poco probable que la amenaza que plantea se torne existencial.

China es una cuestión diferente. El notable rejuvenecimiento del país, en general bienvenido, como una potencia mundial importante le ha dado una influencia global y regional considerable. Pero las debilidades intrínsecas del sistema viciado de gobierno autoritario de China implican que sus líderes comunistas están preocupados por cómo mantener el control absoluto frente al cambio tecnológico, demográfico y económico.

El gobernante Partido Comunista, el gobierno y las fuerzas armadas, por lo tanto, han sido instruidos (por ejemplo, en el filtrado “Comunicado sobre el Estado Actual de la Esfera Ideológica”) para atacar la promoción de la democracia constitucional occidental, los valores universales, la sociedad civil y el periodismo independiente. Esta ofensiva también apunta a cualquier programa académico histórico que intente descubrir qué sucedió en realidad en el pasado, en lugar de simplemente aceptar la versión de los hechos del partido. Se deben utilizar todos los medios para destruir esas tendencias peligrosas, ya sea movilizando a la diáspora china a través del Frente Unido, influyendo en las universidades en el exterior o utilizando la presión comercial “para crear dependencias y provocar la autocensura”.

La variante más dura de esta estrategia se conoce como “diplomacia de los lobos”, que ofrece promesas muchas veces falsas de acuerdos comerciales o inversión a aquellos países que entran en vereda. De hecho, los esfuerzos de China han producido la suerte de complacencia anticipada en Occidente que erosiona, en sí misma, los valores liberales democráticos.

Algunos apologistas del comportamiento de China aconsejan precaución, con el argumento de que los errores occidentales del pasado contrabalancean los cometidos por el régimen comunista en Beijing. Y su consejo de que debemos comprometernos con China y disuadir su peor comportamiento puede sonar equilibrado y sabio.

Pero el compromiso debe ser en términos que sean justos para ambas partes. Y la disuasión tiene que ser real en caso necesario –y es ahí cuando los sabios apóstoles del compromiso tienden a dar excusas y a retirarse-. Si los liberales siguen siendo tan vacilantes, será para peligro nuestro.

Chris Patten, the last British governor of Hong Kong and a former EU commissioner for external affairs, is Chancellor of the University of Oxford.

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