La democracia mágica

Los nuevos tiempos de la política española, con la irrupción de nuevas caras y el evidente relevo generacional, seguramente serían calificados por Michael Oakeshott como un momento álgido de política de “fe” y no de “escepticismo”. En la primera, la actividad pública está al servicio de la salvación de la comunidad: el Gobierno lo abarca todo y se espera de los gobernados no sólo obediencia, sino, incluso, entusiasmo. Por el contrario, la política del escepticismo, entiende el Gobierno como una actividad distinta de la búsqueda de la perfección humana. El político escéptico observa que los hombres tienden a entrar en conflictos, porque a menudo tienen intereses contrapuestos, y la misión del Gobierno no es otra que minimizar la gravedad de tales disputas.

La política no existe porque sea buena (como piensa el político de fe), sino sólo porque es un mal menor. La política del escepticismo, de aroma anglosajón, se inclina por no conceder demasiado poder a los gobernantes; sólo el estrictamente necesario para lograr el orden de la sociedad (sin engañarse con un evanescente y casi siempre hemipléjico bien común). Por ello, y también porque el escéptico no ignora que el Gobierno está ocupado por hombres de la misma clase que la de aquellos a los que gobiernan, es decir, personas con la permanente tentación de imponer siempre sus propios intereses a los demás. David Hume escribió que todo hombre debe ser tenido como un bribón y que suele ser más honrado en su conducta privada que en la pública (seguramente porque es más visible; pero él escribió antes de la era de Internet).

El escéptico valora el poder como el ajo en la cocina: debe ser usado tan discretamente, que sólo se debe advertir su ausencia. Por supuesto, en la política del escepticismo, gobernar no es nada que pueda suscitar ilusión. Probablemente, todos los políticos combinan en alguna medida fe y escepticismo. El problema está en sus excesos: el cinismo del escéptico y el fanatismo del entusiasta.

La vieja política está plagada de cinismo, como cuando no se adoptan medidas reales de represión de la corrupción o cuando se selecciona a la competición electoral a personas más interesadas que interesantes. Pero el político de fe también se expone a excesos. Y no es un fenómeno nuevo: ahí está el tipo de político independentista, para quien la ruptura con lo que llama “el Estado español” sería una suerte de bálsamo de Fierabrás capaz de sanar cualquier herida, aunque, como le ocurriera a don Quijote, mucho me temo que el único efecto de tal pócima sea laxante, al menos en cuanto a palabras y derroche inútil de energía.

El político militante es adanista y descubridor de mediterráneos. Quien presume de pureza, también en política, asusta. Es probable que se llegue a creer, de verdad, que él y los suyos, por sí solos, son capaces de regenerar el sistema. Esto supone una impugnación global de toda la historia anterior, que es leída sólo a partir de sus patologías, e implica una superioridad moral sobre el resto de políticos tan ignorante como arrogante. Churchill dijo que sostener que todos los políticos son corruptos era injusto con el 5% de ellos que, como él, no lo eran. Al menos, habría que hacer justicia a esos.

La política fervorosa se funda en un cierto pensamiento mágico acerca del poder. El Estado sería un enorme sifón de recursos ilimitados. Un ejemplo: la limitación del gasto público que introdujo la reforma del artículo 135 de la Constitución vista por un amplio sector de la izquierda española como el peor baldón que un Gobierno socialista haya podido cometer a los propios ideales.

Es cierto que puede discutirse la forma de esa reforma y las modalidades temporales de su aplicación (para evitar el austericidio), pero, por principio, ¿es pensable que podamos gastar normalmente más de lo que ingresamos, de modo que incrementemos aún más la estratosférica deuda que ya tenemos? La desorientación de la socialdemocracia española no sólo es estratégica o ideológica; es peor, es intelectual (no porque no haya pensadores, sino porque no se les hace demasiado caso). Una de las lecciones más interesantes de la crisis económica ha sido pensar las políticas públicas a partir de sus beneficios y su coste. Evidentemente, no para poner al lucro en el centro de la política, como querrían los conservadores, sino a las personas y, sobre todo, a las que sufren desigualdad de cualquier tipo.

Pero una lucha por la igualdad, racional, seria, argumentada. Gobernar es elegir en qué se gasta y lo que se gasta en un sitio no va para otro sitio, seguramente también necesario. Los recursos son escasos. Hay que elegir. No todo es posible en todo momento. La economía no es mágica; tampoco la democracia. Hay que explicar todo esto y bien a los ciudadanos.

Ni el político iluminado ni el cínico son capaces de dialogar, salvo que no tengan más remedio; se sienten en posesión de toda la verdad. Exacerban las diferencias entre los suyos y los otros. No parece haber un “nosotros”. En nuestro país tenemos dificultad para el diálogo; ¿será verdad eso de que poder que no se abusa, se desprestigia? El problema de dialogar, ciertamente, es que uno corre el riesgo de ser convencido. Tras una legislatura donde, por el momento delicado que vivía el país, el electorado decidió que hubiera muchas mayorías absolutas, ahora se abre un tiempo nuevo en el que todos tendrán necesidad de llegar a acuerdos. Habrá que reemplazar insultos y descalificaciones por pactos y argumentaciones. Los embates, por debates.

La política fundamentalista y la cínica halagan a su electorado sólo con promesas de derechos. Ni una palabra de deberes, responsabilidad, o solidaridad (salvo la que se piensa imponer a los adversarios). Es una política de seducción de los propios y de enfrentamiento y revancha respecto de los otros. Es una lógica de enemigos, no de simples adversarios. Un rostro contemporáneo de la vieja inquisición tan propia de nuestra cultura.

Se abre un tiempo nuevo en el que, si queremos avanzar, no tendrán cabida el cinismo ni el fundamentalismo. Hace falta, con permiso de Oakeshott, una ética política renovada y creíble: ilusión, pero humildad; creatividad, pero capacidad técnica, y, por encima de todo, espíritu de diálogo y mucha, pero que mucha, tolerancia. De momento, ha habido una enorme renovación de políticos, pero está por ver si, por fin, habrá cambios en la política.

Fernando Rey es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valladolid y consejero de Educación de la Junta de Castilla y León.

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