La democracia no funciona

“Tristeza de país”, dice una chica, el pelo largo cobre, la mirada perdida, guardando su teléfono, atajando una lágrima. “Tristeza, sí”, le contesta un hombre casi viejo, y alrededor, en esa plaza colombiana, tantos podrían decir lo mismo. Hay momentos en que muchos ciudadanos chocan contra algo que no sabían qué era y resultó ser su país. Ese descubrimiento, el horror de ese descubrimiento. Esa es la sensación que tenían, domingo por la noche, tantos colombianos.

El plebiscito sobre los acuerdos de paz acababa de terminar: sobre 13 millones de votantes, el No había ganado por casi 54.000 votos, el 50,22 por ciento contra el 49,78. Cuatro años de negociaciones entre el gobierno nacional y la guerrilla de las Farc saltaban por los aires. El desconcierto se instalaba.

Ocho días atrás, en cambio, todo era regocijo y pompa. Alguna vez alguien lo contará como el mayor hecho histórico que nunca sucedió: en Cartagena, la Paz con mucha pe se festejaba con despliegue de discursos, palomas, reyes, obispos, niños, presidentes. Todos de blanco celebraban la firma de un acuerdo que nunca va a cumplirse.

Fue el mayor error de un político que los junta con pala: Juan Manuel Santos habría podido promulgar el acuerdo sin necesidad de plebiscito pero cedió a la tentación de conseguir, junto con esa paz, el apoyo de sus votantes fugitivos. Un general muy pícaro, que tuvo la Argentina a sus pies durante medio siglo, sabía y repetía que “lo mejor es enemigo de lo bueno”. El presidente Santos no lo supo o no lo aplicó, y ahora lo paga. Lo pagan, también, de formas diferentes, todos sus ciudadanos.

El Sí ganó en Bogotá, Cali, Barranquilla, Cartagena, y perdió en las demás ciudades grandes. El Sí ganó abrumadoramente, también, en las zonas más afectadas por la guerra: Chocó, Cauca, Putumayo y Vaupés. En Bojayá, el escenario de la peor matanza de las Farc —en 2002, más de 100 personas murieron dentro de una iglesia que un guerrillero bombardeó— el Sí de la reconciliación ganó con el 96 por ciento. De acuerdo con la Silla Vacía, de los 81 municipios más afectados por el conflicto según la Fundación Pares, en 67 ganó el Sí y solo en 14 ganó el No.

A menudo, rechazan la guerra los que conocen la guerra; los que la ven de lejos pueden darse el lujo de querer seguirla.

Así que muchos hablan en estos días de Colombia como un país partido en dos; lo que hay, en realidad, es un país partido en tres. Los votantes del Sí son poco más del 19 por ciento; los votantes del No son poco más del 19 por ciento; los que no fueron a votar son más del 60 por ciento de los colombianos. Y eso es, a mediano plazo, lo más grave.

Los acuerdos de paz fueron presentados por unos como un logro extraordinario, el final de una guerra interminable, la gran oportunidad para el despegue del país. Por otros como una concesión cobarde, el peligro de una nación “castrochavista”, la derrota doblada de deshonra. Pero, en cualquier caso, se suponía que el plebiscito que lo decidiría sería un gran momento para el pueblo colombiano, su ocasión para ejercer la democracia a fondo. Veinte millones no votaron.

Hay una parte de la población que vive en un ecosistema donde decisiones como esta se debaten, se viven, aparentemente se deciden. Hay muchos más que han decidido no decidir, y son los que deciden.

El mecanismo de representación no funciona. La democracia está en problemas. No solo en Colombia, por supuesto, pero también. Votar, que fue por tantos años una aspiración, ahora es una carga o un olvido. Las razones son muchas, pero hay algo que las confunde todas: básicamente, los que eligen no elegir lo hacen porque no creen que elijan nada. Entonces se desentienden y aceptan, por un tiempo, quedar afuera, pero supongo que es inevitable que, poco a poco, empiecen a buscar formas de influir. La democracia, está visto, no les parece una.

Es el problema a mediano plazo. En el corto, el gobierno de Colombia tratará de convencer a los jefes de las Farc de que reabran una negociación en la que deberán aceptar condiciones peores que las que tenían. El fallido presidente Santos lo dijo poco después de anunciar el resultado: va a escuchar a los partidos del No para ver qué piden. Y todos saben que piden sobre todo algún castigo para los guerrilleros; ¿cómo los van a convencer de recibirlo?

“Que paguen cárcel, señor. Y que no les den platica. Yo madrugo todos los días a las 4 de la mañana para ganar 689.000 pesos —poco más de 200 dólares— y a ellos se los querían dar por no hacer nada, por delinquir, porque van a seguir delinquiendo, no se van a salir del vicio así como así”, me decía el domingo el empleado de una gasolinera en Medellín, bastión del No y de su héroe, el expresidente Álvaro Uribe. El rencor fue una razón del No; mucho más fuerte fue —como suele— el voto del miedo. ¿Cómo aceptar, así, de pronto, que el enemigo de siempre se ha vuelto uno de nosotros?

Nadie sabe qué va a pasar ahora. Los escenarios se abren en abanico, imprevisibles: nuevas negociaciones, nuevos combates, nuevos acuerdos o nuevos fracasos. Solo está claro que todos han perdido mucho tiempo; el país, entre todos. Y que, después de este domingo, hay cada vez más colombianos que no entienden a otros colombianos. Que no entienden, en realidad, qué país viven.

Martín Caparrós

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