La democracia sentimental

Toda una compañía de fantasmas recorre Europa. Se trata de viejos conocidos: el nacionalismo, la xenofobia, el populismo. Suiza vota limitar la inmigración, crecen los partidos antieuropeos, Cataluña no se siente querida. Presenciamos así un movimiento de introversión agresiva dominado por las emociones antes que por la razón. Incluso las reivindicaciones más extravertidas, del 15M a Beppo Grillo, pasando por Podemos y el Tea Party norteamericano, se inclinan hacia el irracionalismo, cuyo rasgo más característico sería la búsqueda de un chivo expiatorio: banqueros, políticos, ricos, gobiernos. Y el resultado es una laberinto de pasiones que se parece bien poco a la esfera pública que reclamaron los ilustrados como fundamento para nuestras democracias representativas.

La democracia sentimentalSi entramos en el terreno movedizo de las explicaciones, la tentación es clara: echarle la culpa a la crisis. Parece servir para dar cuenta de todo aquello que ha sucedido desde su comienzo. Y algo, o mucho, hay de esto. En Network, película de Sidney Lumet con guión de Paddy Chayevski, el famoso anchorman televisivo que gana notoriedad durante la crisis del petróleo de los años 70 ejerciendo de profeta iracundo no puede sonar más actual: «¡No sé cómo resolver los problemas, pero no puedo más y estoy indignado!». Esa falta de lógica tiene su lógica. Pero el argumento no se aplica tan fácil a sociedades prósperas como Suiza, Holanda o Escocia.

¿Y si hubiera algo más? ¿Y si el problema residiera en el desajuste entre los presupuestos ideales de la organización política y su realidad práctica? Más aún, ¿y si las democracias liberales estuviesen en desventaja frente a las fuerzas que la socavan debido a su menor atractivo propagandístico? ¿No puede ser que el liberalismo sea demasiado frío, demasiado cool, para la articulación contemporánea de las pasiones políticas?

Vivimos en democracias representativas que combinan la organización política liberal con los principios bienestaristas socialdemócratas, quedando la producción de riqueza encomendada a la economía social de mercado y la vertebración identitaria en manos de la vieja idea de nación. Resulta de aquí un inestable equilibrio entre la primacía de la libertad individual y las exigencias colectivas, que ha de ser negociado permanentemente a través del debate público y las elecciones representativas. Todo lo cual presupone un cierto tipo de sujeto, un ciudadano que trata de realizar su plan de vida y de maximizar sus preferencias en el mercado, mientras simultáneamente atiende a los intereses generales ejerciendo sus deberes cívicos: informarse, reflexionar, expresarse políticamente. Se trata, esencialmente, de un sujeto autónomo que atiende a razones.

¿Se reconoce el lector en ese retrato? Probablemente no, porque este presupuesto filosófico tiene un problema: guarda poca correspondencia con la realidad. Es verdad que venimos de la horda y teníamos razones para pensar que la mejora gradual de las condiciones atmosféricas –materiales, institucionales, culturales– en que se desenvuelven los seres humanos facilitaría el cumplimiento de las nobles aspiraciones ilustradas. Pero no ha sido así. Es hora de reconocer que las emociones, más que las razones, juegan un papel decisivo en nuestra esfera pública. Recordemos la primera campaña electoral de Obama, obra maestra del sentimentalismo político: su Yes, we can era, confesamente, un folio en blanco sobre el que proyectar las propias ilusiones. Más recientemente, el giro hacia una argumentación emocional está permitiendo a los activistas norteamericanos que defienden el matrimonio homosexual empezar a ganar la batalla de la opinión pública. Y así sucesivamente. En todos estos casos, parecen aplicarse las recomendaciones de la filósofa Martha Nussbaum, para quien el recelo liberal ante las emociones supone ceder el terreno de su conformación al populismo. De ahí que ella misma apele a una especie de liberalismo emocional, uno capaz de superar su frigidez original ofreciéndose a los ciudadanos como una forma pasional de hacer política. Pasaríamos así del kantiano atrévete a saber a un posmoderno atrévete a sentir.

Sin embargo, no todas las emociones políticas son tan beneficiosas. No ha habido genocidio ni limpieza étnica que no se fundara en una emoción: el odio. Peter Sloterdijk ha documentado el papel del resentimiento como fuerza política. Y el historiador Götz Aly ha puesto de manifiesto cómo el antisemitismo de la Alemania pre hitleriana hundía sus raíces en la envidia. Entre nosotros, el propio concepto de casta posee una carga emocional superlativa. Su éxito, por añadidura, encaja muy bien con los resultados de un estudio reciente que sugiere que la máxima satisfacción subjetiva del ciudadano se produce cuando sus postulados son radicales (está convencido de su veracidad) y un Gobierno moderado no los representa. O sea, que la felicidad política es adversativa. Cuidado, pues, con las emociones.

Sin embargo, la razón también se equivoca. Sabemos que nuestra racionalidad padece un conjunto de limitaciones y sesgos, ejemplarmente explorados en la obra de un Daniel Kahnemann que distingue entre un sistema intuitivo y otro reflexivo de decisión, siendo el primero más sensible a las emociones. Disciplinas como la psicología, la economía o la antropología están encargándose de matizar el supuesto de la libre elección racional, para reemplazarla por un relato más realista de nuestras propensiones: así sientes, así decides. Vamos descubriendo cómo compramos, votamos, hablamos o amamos en la práctica. Y comprendemos que el control que ejercemos sobre las decisiones deja mucho que desear.

En gran medida, pues, los problemas que plantea el dibujo liberal del sujeto tienen que ver con un insuficiente reconocimiento de su naturaleza social. Tal como advirtieran en su momento los pensadores comunitaristas, somos en gran medida la suma de influencias que nos constituyen. De ahí que nuestro yo no pueda entenderse sin prestar atención a las emociones que nos vinculan a la comunidad y a sus valores. Somos animales sociales, no átomos racionales. ¡Por eso tanta gente cree que la feria de su pueblo es la mejor del mundo!

¿Abandonamos, entonces, toda esperanza? ¿Hay que admitir que nuestras democracias son democracias de enjambre movidas por descargas emocionales, como sugiere Byung-Chul Han, y dejar la esfera pública en manos de los profetas? No tan deprisa; tal vez haya aquí un malentendido. Es posible que, al no comprender bien la función del sujeto ideal del liberalismo, estemos siendo injustos con este. ¿Acaso desconocían los filósofos ilustrados las pasiones humanas y la formidable influencia de la comunidad sobre el individuo? No parece probable: fue Hume quien dijo que la razón es un instrumento al servicio de las pasiones. Recordemos el contexto histórico en que se origina el pensamiento ilustrado: cuando los pensadores que conceptualizan al sujeto liberal miran en derredor, no lo encuentran: la alfabetización obligatoria queda todavía lejos. Y es precisamente para producirlo que decretan su existencia, como una prescripción que obedecer, una dirección en la que avanzar.

En realidad, pues, no hay que contemplar al ciudadano ideal como una realidad sociológica, sino como un ideal regulativo con propósitos civilizatorios. Dicho de otra manera, es el ciudadano que debemos esforzarnos en ser, aun a sabiendas de que no lo lograremos del todo. El sujeto autónomo es un como si: se nos llama a actuar como si fuéramos autónomos y racionales. Porque así lo seremos en mayor medida que si arrancamos de sus contrarios.

Sostener entonces que el liberalismo democrático no presta suficiente atención a las emociones o la comunidad es errar el tiro. Dado que no es posible evitar que jueguen un papel de peso en los procesos democráticos, incidiendo sobre la formación de las preferencias individuales o contaminando la atmósfera colectiva, debemos encauzar su influencia estableciendo unas reglas del juego asentadas sobre principios racionales: razones, tolerancia, hechos. Es verdad que somos demasiado humanos para estar a la altura de un ideal semejante, pero, ¿no seríamos mucho menos que humanos si dejáramos de mirarnos en él?

Manuel Arias Maldonado es Profesor Titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga.

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