La democracia silenciadora

En los años finales del siglo XX y principios del XXI, se discutió en España sobre los calificativos que correspondían a nuestra democracia. Se estaba elaborando entonces la Ley de Partidos Políticos y un sector de los intervinientes en el asunto consideró que todas las ideologías tenían que admitirse y ampararse, sin la exclusión de ninguna por muy radical que pareciese. La democracia española -se sostuvo- no es una «democracia militante», sino que los poderes públicos han de permanecer abiertos y neutrales en el debate entre los ciudadanos y los grupos en que ellos se integren.

La opinión pública conoció así la existencia de democracias militantes en determinados países de Europa. Se mencionó preferentemente a Alemania y a Francia. Tanto en una de estas naciones como en la otra no podían cuestionarse temas concretos, como era la forma republicana de gobierno, en Francia, o los principios del orden democrático y social, en Alemania. Y las limitaciones a una posible reforma constitucional no eran raras en otros sistemas democráticos.

La democracia militante fue en Alemania una reacción lógica al nacionalsocialismo. Se estimó que no bastaba con establecer en la Ley Fundamental de Bonn unas reglas del juego político si en la mesa se sienta un jugador de ventaja, tal como sucedió en los años de la República de Weimar. La democracia militante se compromete en la defensa de los valores que la sustentan. Las cláusulas de intangibilidad, o sea la exclusión de ciertos postulados en futuras reformas constitucionales se presentan como oportunas y convenientes. No había que repetir el suicidio de la democracia en 1933 y el acceso de un dictador al poder bajo formas de legalidad.

En el citado debate sobre la Ley de Partidos Políticos fue lanzada la acusación de querer establecer en España una democracia militante. En definitiva se temía que con esta ley en la mano fueran excluídos del Ordenamiento los grupos nacionalistas más radicales. Frente al entonces proyecto de ley se hizo valer la idea de la democracia como un conjunto de reglas de procedimiento. Si eran respetadas las normas, el proceso podía seguirse adelante hacia cualquier meta.

Era la noción preconizada por Norberto Bobbio, con gran influencia en determinados medios académicos. El maestro italiano escribió: «Por democracia se entiende más un método, o conjunto de reglas procesales para la formación del Gobierno y la toma de decisiones políticas, más un método que una concreta ideología... Todas las reglas de la democracia establecen cómo se debe llegar a la decisión política, pero no qué cosa haya que decidir».

A mi entender, y no obstante el respeto que me merecen las tesis de Bobbio, la Constitución de 1978 no formaliza una democracia militante, pero tampoco es un ejemplo de neutralidad ideológica.

No es la Constitución Española un simple método para alcanzar acuerdos y resoluciones, sino que las normas constitucionales se configuran con unos principios que le proporcionan fundamento democrático, delimitan su alcance y son su razón de ser. Estos principios constitucionales poseen la fuerza vinculante de las normas jurídicas, son fuente normativa inmediata, en el sentido profundo de no necesitar de la interposición de regla, o circunstancia alguna, para alcanzar su plena eficacia.

En esta línea, el Tribunal Constitucional afirmó en el año 2003: «La Constitución proclama principios, debidamente acogidos en su articulado, que dan fundamento y razón de ser a sus normas concretas. Son los principios constitucionales que vinculan y obligan, como la Constitución entera, a todos los ciudadanos y a todos los poderes públicos, incluso cuando se postula su reforma o revisión y hasta tanto ésta no se verifique con éxito mediante los procedimientos establecidos en su título X» (STC 48/2003, de 12 de marzo).

En los últimos días el debate público no es acerca de la democracia militante, sino que ha surgido una nueva especie que sería la «democracia silenciadora». Y se ha alegado en su defensa que discutir ciertos asuntos en las Cortes podría crear crispación. Por tanto, cualquier propuesta al respecto debe inadmitirse «a radice», sin debate alguno.

Esta novedosa «democracia silenciadora» me ha hecho recordar que en el año 1955, en pleno franquismo, me presenté a unas oposiciones a la cátedra de Derecho Político con un programa en el que se incluían unas referencias a la democracia como sistema de diálogos, según nos había enseñado en París el maestro Georges Vedel. Me contaron luego que alguno de los miembros del tribunal rechazó esa idea de la democracia, por mí sugerida, ya que los varios diálogos (entre el poder constituyente y el poder constituído, entre gobernantes y gobernados, entre el Parlamento y el Ejecutivo, entre la mayoría y la minoría, entre el Estado y los grupos, etcétera) generarían un clima de crispación.

En 1955 se estaba incubando la propaganda de «25 años de paz», con la que luego nos aturdirían.

Mi opinión, por el contrario, era, y es, que la idea de diálogo expresa la filosofía profunda de la democracia. «La filosofía democrática -ahora con palabras de Vedel- rechaza la creencia de que existe una armonía espontánea y automática entre los diversos interlocutores del mundo político. Pero esta filosofía no cree tampoco que las oposiciones sean de tal naturaleza que impidan encontrar una conciliación».

Yo no podía prever, en 1955, que medio siglo después se recuperasen ideas trasnochadas del estilo de la «democracia silenciadora». Acaso todo haya sido ahora un malentendido.

Manuel Jiménez de Parga