La presidencia de Nayib Bukele exhibe músculo para acabar con la violencia y la inseguridad crónica en El Salvador en pleno estado de excepción, recibiendo el aval de buena parte de la sociedad salvadoreña. Pero sin una estrategia a medio y largo plazo y un abordaje integral, el precio de esta apuesta securitizadora no puede ser menos democracia.
Algo se torció a finales del mes de marzo en El Salvador. Sin que a día de hoy se conozcan las motivaciones, se produjeron más de 80 homicidios en el país en poco menos de 72 horas, cuando la media de los últimos meses era de apenas 3 homicidios diarios. El país está en estado de excepción desde entonces. Esa fue la reacción inmediata de Nayib Bukele ante el desafío que suponían unos asesinatos que siguen sin resolverse, y sobre los cuales tenemos más preguntas que respuestas. Algunas libertades constitucionales de los salvadoreños fueron suspendidas y se inició un operativo policial y militar que ha llevado a la cárcel, hasta la fecha, a más de 27.000 personas acusadas de “terrorismo” por pertenencia a las maras. Y esto es sólo el principio.
La llegada a la presidencia de Bukele, en 2019, acabó con más de tres décadas de bipartidismo en El Salvador, donde la incapacidad de las fuerzas políticas tradicionales –la izquierda del Frente Farabundo Martí y la derecha de la Alianza Nacional Republicana– para abordar los principales problemas del país, desde la inseguridad a las desigualdades, acabaron agotando la paciencia del pueblo salvadoreño. El capital político de Bukele en aquel entonces era inmenso. Su aplastante victoria en las legislativas de 2021 confirmó el respaldo popular a su proyecto político. Así pues, se abría paso una tercera vía en la democracia salvadoreña, rompiendo todos los esquemas de la política tradicional, en forma y fondo. Hoy, casi tres años después, Bukele controla todos los resortes del Estado, concentrando más y más poder; cuenta con un amplio apoyo popular, como confirman el último Latinobarómetro y otras encuestas de opinión; abordó con relativo éxito la gestión de la pandemia, y a puesto al país en el mapa de las economías digitales mundiales. Durante su presidencia uno de los principales indicadores de la violencia, los homicidios, han descendido significativamente, siendo en la actualidad los más bajos desde que se tienen registros. No ha desaparecido la inseguridad, ni la criminalidad, pero si su cara más visible. ¿Por qué?
Bukele atribuyó el éxito de esta reducción de los homicidios a sus políticas de seguridad, enmarcadas en el conocido Plan Control Territorial. Una política que no difiere mucho de las estrategias desplegadas por otros gobiernos, y que a la larga resultaron un fracaso, provocando un resurgimiento de la violencia. Con el Ejército y la policía en la calle, con el fin de recuperar el control del Estado sobre el territorio, la bajada de los datos de homicidios parecían confirmar que funcionaba. Las políticas securitizadoras de mano dura siempre han sido populares no sólo en El Salvador, sino en otros contextos latinoamericanos donde la criminalidad ha puesto y pone en jaque al Estado. Pero estas políticas por si solas nunca han logrado frenar la violencia a largo plazo. No sabemos si en esta ocasión acertarán o sólo es un espejismo.
Atribuir el descenso de los homicidios –que no de otros actos ilícitos como las extorsiones, el narcomenudeo, robos, etc. que continúan siendo generalizados–, al éxito del Plan Control Territorial no se ajusta del todo a la realidad. A la opacidad en la información y evaluación de esta política, se añade un detalle no menor, su implantación a escala nacional no ha sido real. Las maras habían dejado de matar con tanta asiduidad, sí, pero no de extorsionar, ni de controlar los barrios de muchas ciudades. Si queremos entender el porqué de estes cambio debemos mirar hacia las maras. Si una lección podemos extraer de estos años de violencia y del análisis de los indicadores de criminalidad es que la capacidad de generar más violencia o de frenarla en seco reside en las maras. No en el Estado. Y su implantación y arraigo social es su mayor fortaleza, para desgracia de muchos salvadoreños que la padecen.
Pero si esta política de seguridad no es determinante para comprender las razones de esta disminución drástica de los homicidios, le pregunta es inevitable. ¿Llegaron a algún tipo de acuerdo el gobierno y las principales maras del país, que haya propiciado este freno de la violencia extrema de los homicidios? Hay un precedente, en 2012, y salió mal. El gobierno actual ha negado la mayor, pero medios de comunicación salvadoreños lo publicaron y el gobierno de EE.UU. acusó formalmente a miembros del ejecutivo de Bukele de participar en negociaciones encubiertas con líderes de pandillas encarcelados. No es un tema menor. La Mara Salvatrucha, con presencia en El Salvador, pero también en Estados Unidos, está catalogada como un actor criminal transnacional por el departamento de Justicia estadounidense, y sus actividades como actos terroristas. En El Salvador las maras son también consideradas organizaciones terroristas. El uso de la palabra terrorista, muy utilizada estas semanas desde el gobierno salvadoreño, no es casual. Se busca así una legitimación interna y una manera de confrontar posicionamientos críticos desde el extranjero, desde la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la OEA, Amnistía Internacional, HRW, el gobierno de Estados Unidos o la propia Unión Europea, entre otros actores relevantes.
Durante toda su presidencia, y a golpe de tuit, Bukele ha marcado personalmente la política de comunicación no sólo de su gobierno, sino del país, señalando directamente a periodistas, organizaciones internacionales o gobiernos extranjeros que cuestionan sus políticas, más allá de la seguridad. La marca “El Salvador” está asociada a su figura. El estado de excepción ha acentuado su ya personalísima política de comunicación, donde Bukele sigue anunciando cada día el número de detenidos mientras señala a todos aquellos que denuncian alguna irregularidad o ponen en cuestión la arbitrariedad de estas medidas. Mientras él comunica sin freno alguno, su gobierno recientemente aprobó una ley que, a efectos prácticos, amordaza y restringe el trabajo de medios de comunicación e investigadores que llevan años informando y analizando el fenómeno de las maras y de la inseguridad en el país.
La apuesta de Bukele desde el inicio de su mandato ha sido clara: recuperar el Estado bajo su personal paraguas. Y una de estas apuestas es que El Salvador deje de ser considerado uno de los países más violentos del mundo. Pero el precio a pagar está siendo alto. El deterioro de la democracia se ha agudizado durante esta presidencia. La deslegitimación pública hacia la prensa, los defensores de derechos humanos, las organizaciones internacionales de desarrollo, gobiernos mundiales, oposición, etc. ha sido una constante en estos tres años. Detener y encarcelar a miles de ciudadanos acusados de terrorismo es su respuesta a corto plazo ante el reciente desafío de las maras, pero la propia naturaleza de la criminalidad en El Salvador, como en el resto de países que la padecen, es también social. Y es aquí donde hay que poner el foco, y actuar desde el Estado. Sin olvidar que la inseguridad es, también, un problema de salud pública.
Sin embargo, una gran mayoría de salvadoreños está avalando las políticas de Bukele, aún a costa de rebajar la calidad democrática del país. Los riesgos de esta decisión son elevados. Pero, en realidad, no debería haber incompatibilidad alguna en hacer frente a la inseguridad con avanzar en la democratización y la gobernabilidad. Tres décadas de políticas erráticas de seguridad no han conseguido frenar la violencia en El Salvador. Aumentar exponencialmente el número de salvadoreños en prisión y rebajar las garantías democráticas tampoco resolverá, esta vez, la criminalidad y la violencia que vive el país.
Sergio Maydeu Olivares, investigador asociado, CIDOB.