La democracia y España

Llevo pensando sobre la Democracia y España creo que desde 1931, fecha que no permite confusiones: 80 años, no está mal. Escribiendo en los periódicos desde 1962, aquí en ABC: hasta ahora mismo. En «El País» desde 1976, recién fundado, hasta 2007: lo dejé a raíz de un editorial apoyando al juez Garzón cuando removía los más tristes recuerdos de la guerra civil. También en «La Razón» y, antes, en periódicos que echo de menos: «Ya», «El Independiente», «el Sol». Y escribí libros sobre este tema desde mi Ilustración y Política en la Grecia Clásica, de 1966, luego reeditado como La democracia ateniense. Después otros. Los coroné en 1997, con mi Historia de la democracia y en 2006 con mi El reloj de la Historia.

¿Por qué ahora esto? El tiempo corre rápido, todo cambia, también el conocimiento de los hechos. Por eso me ha parecido oportuno escribir una Nueva Historia de la democracia, que he publicado hace pocos días. Vivo en varios planos, este es particularmente obsesivo. Y tenemos la obsesión de conocer, pensar este tema. De llegar, si es posible, a algunas conclusiones. Personales claro. Y olvidarlo luego —aunque la realidad de cada día nos lo recuerda—. En fin, he escrito una especie de testamento sobre el tema, una síntesis de lo que de él creo saber.

Créanme, es una especie de obsesión mental no sólo mía. Querría, de algún modo, echarla fuera, encerrada en un libro. Porque la obsesión sobre el problema político en general se obtiene desde lejos, pero el de España, lo vivimos. Queriendo o sin querer. Y ello sin hacer política, nunca la he hecho, pero las circunstancias me hacían, a veces, próximo testigo. De lo que he hecho, lo que más se parece a hacer política es la dura lucha que, durante muchos años, sostuve en defensa de la tradición humanística en la enseñanza contra las ideas de la izquierda pedagógica: contaminó primero al último franquismo, luego al socialismo. Primero ayudado por muchos, luego cada vez más solo. Y, a pesar de todo, no estoy completamente insatisfecho.

Hombres sensibles nos dejaron conservar algunos puntos. En la Secundaria y la Universidad seguimos, pese a todo, reducidos, desde luego, pero vivos.

Fui sobre todo un testigo, un capítulo en ese mismo libro reza así: «El autor de este libro se presenta como testigo». Un testigo que ve y sufre y trata de comprender. Es bastante amargo.

Yo veía las cosas de España, leía y escuchaba las del mundo, pero sobre todo, admírense, las de la antigua Atenas. Mucha desgracia y algunas esperanzas. Porque la lucha por un gobierno justo es connatural al hombre, es imitada tras largos siglos. Los tiranos pasan. Y hay momentos de esplendor. Es el terrible problema del poder, de cómo repartirlo, gobernar para bien de todos. Problema nunca resuelto, pero los fracasos nunca son definitivos. Optimismo a plazo lejano, en tantos momentos solo vemos la parte fea de la trama.

El problema es el de la libertad e igualdad, no una igualdad mecánica, aplastante, igualdad en la dignidad, con infinitas variantes. En lo espiritual y lo material. En Atenas el pueblo alcanzó la dignidad del poder, pero se acotaron áreas para que unos y otros se desenvolvieran y áreas de conocimiento y de belleza accesibles a los que quisieran y supieran acceder.

Claro que Atenas no fue insensible a las trampas del poder, de la ambición. Se metió en una guerra extranjera que no podía ganar. Los intereses de las clases se hicieron incompatibles, llegó la guerra civil. De otra parte, los que habían sufrido ese terrible fin de la democracia, me refiero a Platón y otros más, quisieron convertir la sociedad en una cuadrícula cerrada, científica decían. Otro desastre cuando, con el tiempo, vinieron planificadores, dictadores diríamos, ya religiosos ya políticos, infalibles se creían. Trajeron nuevas desgracias que todavía nos atormentan.

Pero yo sacaba de la historia de Atenas una lección optimista: una rebelión de los que se sentían oprimidos, una revolución, era susceptible de llegar con sus oponentes a un acuerdo humano: a una democracia. Y la historia nos hace ver que, en efecto, este esquema se ha repetido varias veces. Una revolución seguida de una conciliación trajo la democracia en Inglaterra y Estados Unidos. Claro que no es un esquema obligatorio, ha habido revoluciones no conciliadas que han traído, sin duda, algunas ganancias, pero no democracia, al menos no en un tiempo previsible, ni sin sufrimientos sin cuento. Son revoluciones sin conciliación final, por ejemplo, la francesa y la rusa. Algunas ganancias, sin duda, pero horribles sufrimientos.

Y entonces, con este espejo yo miraba al problema de España cuando a comienzos del siglo XIX caían la vieja monarquía y el imperio ultramarino. Venía, imparable, una revolución. Y en España ha habido no una revolución, sino un montón de ellas: y la terrible consecuencia que saca el que mira su historia desde 1812, desde aquella Constitución que fue en realidad una revolución, es que no hubo conciliación. Las revoluciones iban seguidas del contragolpe: de revoluciones en sentido contrario. Y cuando por unos años se hizo una conciliación, fue frustrada una y otra vez. En suma, la historia de España desde 1808 hasta ahora mismo es la historia de nuestras discordias.

Por supuesto, este es un simple esquema, y esto que escribo es un mero esbozo. En algún lugar me he expresado con más detalle. Aquellas Cortes, operando en un vacío de poder, eran un ejemplo de patriotismo y de deseo de renovación. Pero operaron sin prudencia. Eran un mínimo grupo de ilustrados que en realidad se representaban a sí mismos y a pocos más. No eran representativos del pueblo español del momento, no tenían a su lado un elenco de políticos que hicieran la conciliación con el pueblo. Este recibía a Fernando VII con arcos de triunfo. Y en uno y otro grupo el poder quedó en manos, en un caso, de revolucionarios exaltados, de comecuras y demagogos de café, en el otro, de los partidarios del monarca absoluto y de la horca.

¿Qué conciliación, qué democracia iba a haber? (y la había en Inglaterra desde el siglo XVII, en Estados Unidos desde el XVIII). Se imponían los espadones: los liberales triunfaban con los golpes militares, los otros más o menos. Y si Isabel II, tras María Cristina, intentaba una conciliación susceptible de lograr un reparto humano del poder, era enviada al exilio y sustituida por una República, la I, puro caos, cantones y federalismo, anticipo de desgracias.

Voy a saltos. La restauración, el mayor ensayo de progreso en siglos fue torpedeada de mil modos: la semana sangrienta, los líderes políticos asesinados, el socialismo, con Iglesias, más fanático, la huelga general del 17. ¿Cómo no iba a llegar Primo de Rivera en un país así? ¿Cómo no iba a caer y a ser sustituido por la II República, cómo ésta no iba a ser llevada por Azaña y Largo y los separatistas a una revolución indefinida, marginando a los socialistas de verdad como de los Ríos y Besteiro? Callo lo que siguió, ya lo saben. Es de libro.

Pero llego ya casi a nuestros días y no me queda espacio.

La transición parece no haber existido. Y el socialismo ha escogido, al final, el camino de la segunda República: alianza con los nacionalistas o separatistas, política a bandazos improvisados, irracionales, incompetentes, alianza con grupos de provocadores como los del 4 de marzo, otra con mínimos grupos fanático-mediáticos, que meten sus leyes en el Boletín Oficial. Así los de la zeja o esas feministas que nos imponen sus leyes del aborto y su español adulterado. Los más callan y temen.

Veremos qué arreglo tiene. Debería tenerlo en el sentido de la razón y la concordia. Y la democracia no es renunciable. Pero asomarse a su historia en el mundo y, sobre todo, en España no puede hacerse sin preocupación.

Francisco Rodríguez Adrados, miembro de las Reales Academias Española y la Historia.

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