La demostración sindical

Es probable que el sindicalismo sea un mal necesario. Es probable que, aun tratándose de un sistema de representación no demasiado representativo, no quede más remedio que tragar con él. En cualquier campo de actividad económica, y en especial si ese campo emplea a un número considerable de trabajadores, la relación entre las partes contratante y contratada requiere, en el segundo de los ámbitos, de una mínima fórmula de delegación. Por no hablar de los grandes acuerdos de Estado, donde la presencia, al máximo nivel, de los distintos agentes sociales —esto es, de la patronal, por un lado, y de los sindicatos, por otro— resulta poco menos que imprescindible. De ahí, insisto, que un país democrático no pueda privarse del sindicalismo. Y de ahí también que lo amamante con dinero público, haga la vista gorda ante los abusos que se cometen en su nombre y hasta tolere, en los órganos de la Administración, las cohortes de liberados y sus inconfesables prebendas.

Pero esa condescendencia para con los representantes del otrora llamado «movimiento obrero», esa especie de conllevancia con un estado de cosas que clama por una drástica renovación tiene en determinados sectores unos efectos, si cabe, mucho más perniciosos. Entre otras razones, porque en ellos las fuerzas sindicales ya no se limitan a defender, supuestamente, los derechos laborales de los asalariados, sino que se arrogan un derecho más, el de intervenir en la planificación, el desarrollo y la evaluación misma de la actividad a la que esos asalariados consagran, mal que bien, sus esfuerzos. Así ocurre, por ejemplo, con el sistema público de enseñanza. Desde hace algunas décadas, tanto la legislación educativa como su aplicación han sido en gran medida el fruto de una conjunción de intereses. Por un lado, los de la Administración socialista, empeñada en cambiar de arriba abajo el legado recibido; por otro, los de los expertos universitarios, deseosos de trasladar a las aulas primarias y secundarias sus experimentos pedagógicos; y, por último, los de los sindicatos mayoritarios de docentes, decididos a aprovechar la coyuntura para intentar acabar con la jerarquía, convertir a maestros y profesores en simples trabajadores de la enseñanza y, sobra decirlo, colocar a los suyos.

Como es natural, semejante compendio de intereses —concretado en esta LOE con la que siguen desayunándose cada mañana nuestros educandos y que no es otra cosa, al cabo, que una versión edulcorada de la vieja LOGSE— se ha visto favorecido por la convergencia ideológica de las partes. Y, en particular, por ese buenismo igualitarista que lo mismo prescribe que hay que adaptar el nivel general del grupo al de los alumnos más rezagados —con el consiguiente perjuicio para quienes destacan de entre la medianía— que considera perfectamente homologables las tareas de todos y cada uno de los enseñantes, con independencia de los estudios cursados, de las oposiciones a las que han concurrido y de los merecimientos que atesoran a lo largo de su carrera docente. La consecuencia última de todo ello es de sobra conocida: España cuenta con uno de los peores sistemas educativos del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. Cuando menos, a juzgar por sus resultados, tal y como atestiguan machaconamente los informes PISA y los porcentajes de fracaso y abandono escolar.

Aun así, no parece que esa tríada responsable del actual desastre educativo esté dispuesta a admitir que el problema no radica en el franquismo, ni en la falta de inversión pública, ni en el desgaste producido por la ampliación hasta los 16 años de la escolarización obligatoria, sino en el sistema mismo. En el sistema y en los principios que lo informan. Eso sí, como los hechos son los que son y la realidad no puede maquillarse eternamente, unos y otros han insistido en los últimos tiempos en la necesidad de tomar medidas. Pero siempre dentro de un orden. O sea, sin modificar para nada lo que podríamos llamar el tronco del sistema. Incluso la propuesta ministerial tendente a convertir el cuarto año de ESO en una suerte de curso puente en el que los alumnos se encaminen ya, mediante la creación de distintos itinerarios, o bien hacia el mundo laboral, o bien hacia una u otra modalidad de estudios postobligatorios, no deja de ser en el fondo un apaño.

Claro que, de tarde en tarde, surgen noticias esperanzadoras. Y no me refiero ahora a las que tienen como protagonista a la presidenta de la Comunidad de Madrid y su Bachillerato de Excelencia, sino a las que provienen del propio «statu quo» educativo. Como, por ejemplo, la que daba cuenta el pasado mes de marzo de la publicación de un estudio de Manuel de la Cruz y Miguel Recio editado por la Fundación 1º de Mayo, perteneciente a Comisiones Obreras, y que trata del abandono escolar. No, no es que el sindicato comunista o excomunista —corresponsable, junto a UGT y las distintas franquicias sindicales nacionalistas, del sistema vigente— haya sufrido, por fin, su particular, y educativa, caída del caballo. No, a tanto no llegamos. Pero el caso es que, de un modo u otro, queriendo o sin querer, el estudio en cuestión ha puesto el dedo en la llaga. Porque sus autores, partiendo de los datos de la Encuesta de Población Activa y tras analizar los referidos a los españoles nacidos en 1985 durante el periodo 2001-2009 —o sea, entre el año en que cumplieron 16 veranos y el año en que cumplieron 24—, han llegado a la conclusión de que ese abandono se origina en primaria. En otras palabras: si casi un tercio de los españoles con edades comprendidas entre los 18 y los 24 años abandona la escuela sin haber obtenido el bachillerato o un ciclo formativo de grado medio, y si ese porcentaje, que equivale a más del doble de la media europea, se halla fuertemente enquistado desde por lo menos 2004, no hay que echarle la culpa a la secundaria obligatoria y postobligatoria, sino al ciclo que las antecede. Y si no toda la culpa —el estudio menciona también otros factores, como por ejemplo los efectos de la repetición—, sí buena parte de ella, aunque sólo sea por la importancia que siempre cabe atribuir a la detección del foco de cualquier problema.

El trabajo de la Fundación 1º de Mayo se limita a exponer un diagnóstico y apenas propone medidas paliativas. Pero es de suponer, en consonancia con el ideario educativo del sindicato, que esas medidas, de haberlas, no iban a ser en ningún caso contradictorias con el sistema mismo. Quiero decir que no iban a consistir en proponer, ya desde la primaria, la instauración de una cultura del esfuerzo y de la responsabilidad; ni la fijación del mérito como valor; ni la promoción de la sana competencia entre iguales, ni el establecimiento, en fin, de una prueba de evaluación general previa a la secundaria a la que el alumno debería enfrentarse. ¿Para qué? Eso sería tirar piedras contra el propio tejado, cargarse la revolución pedagógica de los años setenta y ochenta que acabó alumbrando la LOGSE. Donde más fuerza tenían entonces esos sindicatos de clase —entre los que estaba, en un primerísimo lugar, CCOO— era, precisamente, en las aulas primarias. En realidad, aquí empezó todo. Resulta, pues, de lo más lógico que el epicentro del abandono escolar se sitúe ahora en este ámbito. Al igual que resultaría de lo más justo que, llegado el día, se situara también aquí el inicio de la tan necesaria remoción.

Xavier Pericay, escritor.

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