La derecha de Casado y Rivera rumbo a las cavernas

Albert Rivera, líder de Ciudadanos, y Pablo Casado, líder del Partido Popular, en marzo de 2019. La derecha que ahora lidera Casado se ha convertido en un fenómeno emocional. Credit Emilio Naranjo/EPA vía Shutterstock
Albert Rivera, líder de Ciudadanos, y Pablo Casado, líder del Partido Popular, en marzo de 2019. La derecha que ahora lidera Casado se ha convertido en un fenómeno emocional. Credit Emilio Naranjo/EPA vía Shutterstock

Nadie lo tenía previsto, porque la expectativa era el desastre, pero a los utileros del Partido Popular (PP) les tomó poco tiempo montar de urgencia un escenario en su sede de Madrid para festejar que el domingo 26, caramba, habían mantenido el control de la comunidad autonómica y, de paso, le arrebataron el gobierno de la capital de España nada menos que a la izquierda.

Unos minutos más tarde, los candidatos triunfantes del conservadurismo asomaban para saludar a sus seguidores, entusiasmados como si hubieran ganado Liga, Copa del Rey y Champions. Con ellos, con su sonrisa de promotor de dentistas, Pablo Casado, el líder del PP, el hombre que, hoy, si España no fuera un delirio, estaría desahuciado políticamente.

Pero España se ha vuelto un gran espectáculo de TV. Y en buena medida hay que cargarle que engordemos con rosetas de maíz en el sofá a la pérdida de rumbo de sus partidos de derecha. Junto a Ciudadanos y a los ultras de Vox, los hijos políticos de José María Aznar son actores sustanciales de la ópera bufa de España para el mundo.

No es nuevo. Primero fueron los tropiezos y torpezas —o la indecisión decidida— de Mariano Rajoy para encontrar una salida política a la crisis con los independentistas catalanes. Cuando Rajoy debió irse a casa por la moción de censura socialista, la sucesión fue una guerra de palacio. Puñal y veneno. La ganó Casado y desde entonces la derecha es un pandemonio.

Casado lidera el comportamiento alienado del PP. Su excelencia está en esa malversación publicitaria de la política que es la creación de eslóganes, no de planes y programas, y ha embarcado al partido en ese rumbo. Y es tanta su necesidad de supervivencia política que parece capaz de decir sí y no al mismo tiempo. Casado ha pasado de acusar a Pedro Sánchez de “golpista” y “traidor” para, unos días después, calificar a Vox de “extrema derecha”, sentarse con el mismo Sánchez a anunciar que está abierto a pactos de Estado y, tras las elecciones del domingo, coquetear a Vox por sus votos para gobernar Madrid.

Esas idas y vueltas dañan la tarjeta de presentación democrática del conservadurismo español y legitiman a Vox, una organización menor a la que la necesidad ajena ha dado un vuelo sobredimensionado.

El problema es que no parece fácil que el PP recupere la razón. Necesita poder territorial, pero se ha corrido tanto a la derecha que le resulta incomprensible cualquier acuerdo moderado. El problema de fondo es conceptual. La derecha que ahora lidera Casado se ha convertido en un fenómeno emocional, más cercano a las prácticas identitarias de las tribus que a un partido político moderno. En España, esa subjetividad es un nacionalismo sobrecargado y el PP ve fantasmas en cualquiera que no sea de rey y toro. Nadie en la derecha se ha excusado de contribuir a la polarización con su política de agravios.

El PP y Ciudadanos apostaron su coherencia cuando se movieron en campaña hacia una derecha mesozoica para no ser fagocitados por la más precámbrica de Vox, pero ahora necesitan de los hombres de las cavernas. Y cuando ambos van por Vox, Vox gana: fue Abascal quien llamó “derechita cobarde” al PP de Casado y es a Abascal a quien Casado necesita para dar Madrid al PP y, por añadidura, la palestra de la ciudad a los ultras. Tanto es así que Abascal les ha hecho saber que, si quieren sus votos, mejor Ciudadanos se sienta a negociar o él no tiene problemas en dejar caer todo y que la izquierda mantenga el poder en la capital.

De hecho, si hoy existen Vox y Ciudadanos es por la pérdida de sentido político de la vieja derecha española. Ambos partidos han arañado al PP por todo el cuerpo. Tras la caída de Rajoy, Vox se llevó al franquismo y a los españolistas más extremos y Ciudadanos se quedó con los populares más centristas para luego ir moviéndose progresivamente al mismo barro donde nadó el PP en las elecciones, una derecha soliviantada con agenda del siglo XX en pleno XXI.

Los tres partidos han contribuido a hacer un mejunje. Ciudadanos, que se presuponía moderna, es el ejemplo más claro de cómo las malas tácticas y el personalismo afectan a una organización. Albert Rivera, su líder, nació como socialdemócrata catalán, se vendió como liberal europeo y acabó la campaña de abril en el espacio de la derecha rancia y obtusa del PP.

El transformismo político de Rivera encaja a la perfección con los tiempos de intriga, conspiración y cuchillo que vive toda la derecha: nadie sabe bien qué harán. Tras las elecciones del domingo, Rivera secundaba a Casado en la legitimación de Vox en Madrid y tres días después parecía dispuesto a levantar su cordón sanitario al PSOE y buscar un acuerdo con los socialistas para gobernar Barcelona. Todo a la vez.

Volver del ridículo es siempre difícil y hoy en España uno no sabe si la derecha hace política, negocio, telenovela o una mezcla de todo. Y todo por necesidad táctica. Hay algo insostenible en el personalismo desesperado pues siempre opta por el poder y no por los principios: Casado y Rivera pueden besar a un oso maloliente si con eso pueden mantenerse en la cresta de la ola.

Es una ley física que cuando el centro persiste, todo se sostiene. Señores: el centro político de España espera por Casado y por Rivera. Es hora de que ambos dejen la campaña y construyan. El PP de Casado tiene una oportunidad única de modernizarse —ya tienen poder: dejen la tontería— y Ciudadanos debe recuperar la cordura —reclamada a Rivera por socios locales como Manuel Valls y amigos internacionales como Emmanuel Macron—. Vox no es de la partida; su derrotero es destructivo.

El asunto es que una derecha ideológicamente insolvente, que acomoda el discurso a necesidades tácticas, tiene por delante una progresiva caída en la intrascendencia. Los conservadores tienen hasta las próximas elecciones en cuatro años para probar que pueden contribuir a una España moderada, sin crispación y agitación neuróticas.

Diego Fonseca es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Es autor de Hamsters. Recientemente coeditó el libro Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la corrupción?.

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