La derecha en el diván

No han pasado ni quince días desde que el Congreso de los Diputados rechazó la moción de censura de Vox contra Pedro Sánchez y aquellos que pronosticaron que el Gobierno saldría más fuerte del lance acertaron de pleno. Cualquier gobernante, incluso quien no tenga tan alto concepto de sí mismo como Pedro Sánchez, tendría derecho a sentirse legitimado cuando 298 de 350 diputados de la cámara votan en contra de la censura a su gestión. Pero un yonqui del poder como Sánchez solo podía interpretar ese abrumador resultado como una ocasión para doblar la apuesta de su hegemonía parlamentaria y ha vuelto a ganar el envite: un estado de alarma de seis meses de duración, con un trampantojo de control parlamentario y abierto a cualquier modificación con una simple comunicación a la cámara. Un despropósito constitucional y administrativo que abochorna a quienes han prestado sus votos para la tropelía y han recibido en justa correspondencia el desplante de la espantada presidencial. Cuando unos diputados renuncian a cumplir su obligación de controlar al Gobierno lo menos que merecen es el menosprecio con que Sánchez les humilló la pasada semana.

La oposición y los medios independientes se hacen cruces ante tal exhibición de poder sin freno y sin recato. Solo Europa ha sido capaz de sujetar a Sánchez en su deriva cada vez más alejada de la «contención institucional» que los politólogos modernos consideran como una de las virtudes que garantizan la salud democrática de los países. Una democracia es más sólida cuando sus gobernantes renuncian a hacer todo lo que la ley les permite en aras del entendimiento. Sánchez, al igual que Trump, no conoce la contención y si la conoce, la desprecia. Todo en su trayectoria política y en su Gobierno está fuera de contención, desde el número de ministerios y asesores, hasta el nombramiento de una ministra como Fiscal General del Estado. Todo es un puro exceso, una constante huida hacia delante sin pararse en límites de ninguna especie. Su propuesta de reforma del sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial era tan groseramente inconstitucional como las características de esta prórroga del estado de alarma que acaba de aprobarle el Congreso. La diferencia es que Europa no tolera ciertos comportamientos, mientras que en España el bloque de apoyo al Gobierno, milite este dentro del Congreso de los Diputados o en los medios de comunicación, es capaz de comulgar con ruedas de molino siempre que sea por el bien de la izquierda. La ejemplaridad, la transparencia, la rendición de cuentas o la contención institucional solo son exigibles a Donald Trump o a Viktor Orban, pero no a Pedro Sánchez.

Frente a este Gobierno que utiliza la tragedia de la pandemia para lanzarse a galope a ocupar todos los resquicios de poder, la oposición parece desarbolada e inerme. Ese es el balance final de la malhadada moción de censura presentada por Vox: un Pedro Sánchez más reforzado que nunca en sus abusos y una derecha que, por el momento, anda tratando de superar los destrozos de la balacera. El debate sirvió para desnudar todas las limitaciones de Santiago Abascal como líder político mientras Pablo Casado sufre desde entonces el ensañamiento diario de sus antiguos apoyos por haberse atrevido a ejecutar, con finura mejorable y retraso indiscutible, la necesaria operación de distanciar al Partido Popular del populismo nacionalista de Vox. Este es el resumen de situación: un Gobierno que se cree legitimado en su estrategia de salteador de camino de las instituciones mientras la imprescindible oposición no sabe si recurrir a la camilla del traumatólogo o al diván del psicoanalista. Hoy a la derecha española se le podría aplicar con toda precisión la famosa máxima orteguiana: «No sabemos lo que nos pasa y eso es lo que nos pasa». Con el agravante añadido de que no se puede culpar a Sánchez de dicha desorientación.

Hace mucho tiempo que las distintas familias del Partido Popular, conservadores, liberales, democristianos y centristas, después de haber disfrutado de una convivencia razonablemente pacífica, empezaron a coquetear peligrosamente con la intransigencia y la radicalidad. Desde el famoso Congreso de Valencia de 2008 la lucha por el poder interno en la organización se disfrazó de principios ideológicos. Muchos olvidaron la lección que el Papa Francisco recordó a Pedro Sánchez en su audiencia vaticana: «Las ideologías sectarizan». Acaso los promotores de aquella operación ya venían sectarizados de casa y lo que necesitaban era la ideología como excusa. Estos militantes del dogma han hecho del liberalismo o de sus creencias religiosas una doctrina excluyente y antipática. Han reproducido en el ámbito del centro derecha esa irritante superioridad moral que siempre se recrimina a la izquierda. No admiten que existe un conservadurismo tolerante, pragmático e incluso escéptico, que no necesita de la ideología para saber cuál es su lugar en el mundo. Una manera de estar en política menos retórica y más humilde.

A los apóstoles de lo categórico todo lo que hizo el Gobierno de Mariano Rajoy les pareció deficiente o escaso: su política antiterrorista fue tildada de sospechosa, su política económica de socialista y su política territorial de acomplejada. La eficacia en la gestión, la auténtica marca del Partido Popular, se despreció en beneficio del pulso ideológico. Era más importante derogar la ley de memoria histórica que evitar el rescate de España o crear dos millones y medio de empleos. Los ataques más demagógicos de la oposición fueron asumidos porque resultaban útiles en la disputa interna y así, a base de principios y valores absolutos, hemos llegado a la desastrosa situación actual. Curiosamente, en vez de fijarse en la sensatez de su electorado que se empeñaba en ganar las elecciones haciendo caso omiso de la demagogia y los ataques de la izquierda, los ideólogos de la derecha se empeñaron en reclamar la revolución ideológica pendiente. Finalmente, la han conseguido; se llama Vox y cuenta con tres millones seiscientos mil votos que le garantizan a Sánchez el poder casi a perpetuidad.

¿Cuántos de esos tres millones y medio de votantes están en contra de las instituciones europeas? Probablemente ninguno. ¿Cuántos rechazan los grandes consensos nacionales que consagra la Constitución? Creo que muy pocos. ¿Cuántos creen que se debe combatir la radicalidad de la izquierda con la misma radicalidad desde la derecha? Probablemente muchos más de los aconsejables.

Solo hay una formación política en España capaz desalojar a Sánchez de La Moncloa y esa es el Partido Popular. El de Aznar, el de Rajoy y el de Pablo Casado. Es el único que puede albergar en su seno a todas las familias del centro derecha aunque para ello tenga que dar la batalla contra el populismo y el sectarismo que, como la pandemia que nos aflige, son enfermedades políticas muy contagiosas y en ningún caso exclusivas de la izquierda. La tarea es difícil pero no imposible. Se trata de leer algo menos a Popper y algo más a Oakeshott. O en su defecto, basta con mirar a EEUU. Joe Biden, el candidato menos atractivo y más mediocre de los que se presentaron a las primarias del partido demócrata, parte con todas las opciones de vencer a Donald Trump en las elecciones de esta noche. Puede que no lo consiga porque Trump ya ha demostrado sobradamente su capacidad para dar la vuelta a los sondeos, pero aún así Biden habrá llegado a la recta final de la campaña en condiciones de ganar. Eso ha sido posible porque los demócratas americanos, a la hora de escoger a su candidato, no se guiaron por la radicalidad ideológica de Bernie Sanders, sino por la utilidad de un moderado imperfecto. Puede que no encandile a nadie pero Biden ha sido capaz de aglutinar todo el voto de rechazo a Trump; también el de los fervorosos partidarios de Sanders. No existe ninguna razón por la que aquí no pueda ocurrir algo similar.

Carmen Martínez Castro es periodista. Fue Secretaria de Estado de Comunicación entre 2011 y 2018.

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