La derecha en la jungla

Quebrantar sus principios más inamovibles es una tradición compartida por izquierdas y derechas. Apenas media un lustro entre el PSOE marxista y el PSOE de la reconversión industrial. Donde Mitterrand tuvo que abrazar la rigueur, Zapatero se vio obligado a abrazar la austeridad. Y si el Nuevo Laborismo llegó a recibir el mote de blatcherita, la socialdemocracia alemana —con la Agenda 2010— consumaría un giro liberal. No solo ocurre en la Europa de Tsipras: de Lula a Humala, la revolución nunca fue lo que iba a ser.

Hay que ir caso por caso, pero quizá debamos algo a esos heterodoxos de partido que propiciaron ortodoxias de la política aceptables para cada época. La derecha, como decíamos, tampoco ha sido ajena a la contradicción. A los muy cafeteros, por ejemplo, no siempre les gusta recordar que su concurso iba a ser necesario para el consenso de posguerra, en todo lo que va de Adenauer a Churchill. Worsthorne retrotrae el apoyo conservador al Estado del bienestar a un “pacto entre caballeros” en el seno de una élite política que —guerras mediante— había conocido de primera mano las divisorias de clase. Fuera por paternalismo, conservadurismo compasivo, afán igualitario o sentido de obligación, las políticas del bienestar iban a contar con la promoción de izquierdas y derechas. Tanto que, al analizar su derrota en 1955, el laborismo de Attlee subraya la “ausencia de diferencias claramente definidas” frente al torysmo de Eden. Apenas dos años después, el conservador Macmillan pudo alardear que “nunca había estado tan bien” una mayoría de ciudadanos.

La derecha en la junglaSi el centroderecha ha renunciado a ese patrimonio simbólico es por el gripado de la maquinaria keynesiana en los años setenta y la subsiguiente terapia de choque thatcherista. El centroderecha —y no está de más recordarlo en el aniversario de la Humanae vitae— también ha tenido sus guerras culturales. Desde los años ochenta, bajo liderazgo del polo anglosajón, la derecha consolida la división en dos tradiciones con líneas de fractura como la mayor o menor intervención del Estado, el mayor o menor liberalismo social o, con vistas a la optimización del atractivo electoral, la imposición de una agenda al electorado o la busca de zonas de amplia aquiescencia. Esa división sigue vigente, si bien la solidez de las plataformas conservadoras ha venido permitiendo la armonización de estas dos tendencias —el individualismo economicista y la tradición comunitarista— como un ingrediente propio del consenso liberal-conservador. El resultado han sido partidos ideológicamente impuros, obligados a un “carácter no ideológico y flexible”, y dispuestos, al modo de Oakeshott, a no ahormarse a un solo rasgo, sino a tolerar y unir en una variedad interna. Un tory lo clavó al decir: “Todos somos conservadores, así que todos pensamos distinto”.

Desde el punto de vista electoral, al conservadurismo le ha funcionado esta paz doctrinal interna. Del “partido de la nación” de los tories a “la mayoría natural” fraguista e incluso el pal de paller de la vieja CiU, el centroderecha ha querido reconocerse como “partido natural de Gobierno”. Por supuesto, en una democracia acudimos a votar precisamente porque no hay partidos naturales de Gobierno, pero la expresión, típica del torysmo, alude no solo a lo que sería la reputación de buena gestión de los conservadores, sino a una competitividad electoral basada en su capacidad de llegada al amplio campo de lo que no fuera la izquierda.

Ideal para un entorno bipartidista, esta elasticidad de la concertación liberal-conservadora se ve ahora sometida a una carga que nos lleva a preguntarnos si la crisis no solo hay que predicarla de la socialdemocracia, sino también del centroderecha. Justo o injusto, la llegada de la crisis económica supuso un golpe para el proyecto de remoralización del capitalismo propio de la derecha thatcherista. Al mismo tiempo, la experiencia neoconservadora dio paso a una purga de lo considerado como excesos ideológicos que ha deshabituado a buena parte del centroderecha de pensarse a sí mismo. Esta desorientación podría pasar inadvertida de no acusar el centroderecha la erosión por la gestión de la crisis y la fagocitación de su base electoral por parte de plataformas centristas que, sin el desgaste del poder, logran captar la ilusión que perdió el centroderecha tradicional en Europa con el añadido de un perfil más aggiornato y mayor mordiente intelectual.

En cuanto al nuevo populismo de derechas en el continente, es necesaria la cautela en el análisis. La sensibilidad y la práctica de un producto histórico tan sofisticado como el centroderecha está del todo apartada de la derecha dura; es más, una de sus razones de ser es dejar clara la distancia con ella. La extrema derecha en Europa está bien acotada en su retórica, proclamas y valores. Es una irresponsabilidad y una intoxicación de nuestra vida pública, por conveniencia electoralista o ventajismo moral, lanzar acusaciones de “extrema derecha” que a veces suenan a rito propiciatorio: precisamente el mejor dique contra la derecha dura es el apoyo al centroderecha moderado y europeísta; del mismo modo, blandir sin discriminación la amenaza de la extrema derecha es lo mejor para azuzarla. Por supuesto, también es una responsabilidad, y no solo del centroderecha, ofrecer unas políticas capaces de desactivar el pliegue reactivo-sentimental que origina la derecha dura ante la percepción de una supuesta amenaza; la diversidad y, dentro de ella, la inmigración. Como sea, la izquierda no puede considerar derecha extrema todo lo que no es izquierda. El centroderecha puede y debe hablar de diversidad sin ser juzgado sospechoso, de familia sin ser considerado beato y de España sin ser tildado de franquista.

“Centinelas de los hechos”, según Gambescia, ante “la roca dura de la realidad política”, los de centroderecha han sido siempre los partidos antipáticos: únicamente su buen desempeño electoral compensaba de la mala prensa de su liberalismo triste. Ahora mismo lo que queda es la mala prensa. De 2005 en adelante, solo Cameron, tras años de estar —según se dijo— “perdidos en la jungla”, pudo ampliar las vías practicables para el centroderecha, abrirlo a nuevas causas, actualizar su lenguaje e inspirar a sus pares. El descrédito que arrojó sobre sí mismo, por tanto, ha tenido consecuencias que van mucho más allá de él, y que han limitado el alcance de un centroderecha fiel al sincretismo originario del Disraeli que quiso, como programa conservador, “la elevación de la condición de las gentes (…) sin violentar los principios de verdad económica sobre los que reposa la prosperidad de los Estados”. En la competencia abierta que sigue al bipartidismo, la síntesis liberal-conservadora depende más que nunca del talento de sus nuevos líderes para no volver a estar “perdidos en la jungla”.

Ignacio Peyró es periodista y escritor. Su próximo libro es Comimos y bebimos (Libros del Asteroide).

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