Mi abuela, que había sido enfermera en guerra y sabía de batallas y confrontaciones civiles, decía que el sarampión había que pasarlo de pequeño o que luego era mucho peor. Nos lo decía cuando hacíamos las tonterías típicas de nuestra edad. Y nos lo decía también cuando parecíamos tontos por hacer cosas impropias de nuestros años.
Algo está cambiando en la edad política del español medio cuando las batallitas por los chuletones, los berberechos, las tabernas, los lacitos de colores, las banderas y el género de las palabras han quedado como juguetes rotos para políticos en la edad del pavo.
La temida revolución social en manos de una izquierda liderada por Pablo Iglesias, el vizconde de la España demediada, ha quedado amortizada. El cambio social continuará, pero por otros medios que no son ni la guerra ni la política. Al menos por ahora.
El alivio de Pedro Sánchez y su equipo al quitarse de encima la carga que suponían algunos de sus socios hace creíble para gran parte de un electorado moderado que la crisis de Gobierno no fue sólo un gesto estratégico. En el alma del presidente también podría caber un espíritu templado, no lo sabemos a ciencia cierta.
Desde la caverna, la imagen y la apariencia se confunden, y esa confusión de la opinión pública beneficia al que la provoca. Lo creamos o no, la izquierda lucha ahora por el centro porque ya no hay más adolescentes en la edad del pavo que pescar en su extremo.
A la derecha, por desgracia, el sarampión le llegó más tarde que a la izquierda. Cuando yo lo pasé, mis amigos ya estaban recuperados. Un día jugaban al fútbol y yo los veía asomado a la ventana. Me saludaban y yo les saludaba. Recuerdo que hubiese preferido ser el primero. Llegar el segundo a la enfermedad significa salir el último, y eso es doblemente fastidioso.
La izquierda lleva tiempo luchando contra su propio sarampión. Los primeros sarpullidos le salieron el 15 de mayo de 2011. El fervor de las mareas y la promesa de revolucionar el sistema se extendían por el mundo de un modo que parecía imparable. Pero duró tan poco como una flor de primavera (árabe).
No obstante, el sarampión hay que pasarlo. Lo tienen que pasar los políticos, lo tiene que pasar la sociedad y lo tienen que pasar los votantes.
Cuando la izquierda lo pasó, la derecha jugaba feliz, como yo antes de pasar la enfermedad, mientras que la izquierda miraba desde la ventana. Me imagino a Mariano Rajoy diciendo: “Es gol porque el balón es mío” con la soberbia del que sabe que el juego depende de él y que, en el fondo, va a ganar sí o sí.
Cuando el sarampión le llegó a la derecha, esta ya era mayorcita. Las complicaciones en adultos son más frecuentes y peligrosas. El fiebrón puede ser de escándalo y la encefalitis, la inflamación del cerebro, dejar secuelas graves.
La derecha tenía que pasarlo y lo pasó. Pero tarde y a su manera. Reivindicando el nacionalismo, encenagándose en un identitarismo excluyente, apoderándose de los valores de los creyentes, cultivando el victimismo y señalando a los enemigos de la nación, solazándose en los sueños de un pasado romántico y refugiándose tras las fronteras de una autarquía utópica.
El sarampión político nace, a un lado y a otro, para hacer oposición a la oposición. Su misión es enmendarle la plana a los suyos. Cuando la izquierda se aburguesó y pasó a formar parte de la oligarquía, tuvo que recibir un correctivo serio. Recibió castazos hasta en el carné de identidad.
Cuando la derecha pensó que los problemas se resuelven solos y que la gestión lo es todo en política, recibió banderazos, taconazos flamencos y muletazos por doquier.
Bienvenido lo uno y lo otro. Bendito golpe en la mesa y agradecidos quedamos por hoy y por siempre jamás. Pero nuestro sistema tiene algo que las tiranías orientales desconocen y que a las mentalidades monistas les cuesta comprender: la oposición también forma parte del poder.
El sistema está diseñado como un cuerpo con dos pulmones, Gobierno y oposición, y si funciona mal uno, funciona mal todo el cuerpo. A veces, el Gobierno se olvida de ello y ningunea, pública e internacionalmente, a la oposición. A veces, la oposición se olvida también y, castigando al Gobierno, castiga a la nación entera.
El sistema es tan abierto que permite la vida en los extremos. En España no existe el veto constitucional, como en otros países. Tal es la confianza en la libertad política.
Pero algunos no contaban con que a la oposición le saliese una oposición para que el Gobierno pudiese gobernar impunemente. Eso no es una falla del sistema. Es un proceso vírico que hay que pasar.
Este curso político, que podríamos decir que ha durado desde marzo de 2020 (porque la pandemia ha dejado suspendidas demasiadas cosas), ha tenido algo bueno.
Nos ha sometido a un estrés exagerado y hemos descubierto que el sistema, pese a sus fallas, funciona. Que las garantías constitucionales son importantes, que los tribunales controlan al poder, que los golpes de Estado tienen consecuencias y que la corrupción tiene pena de prisión.
Hemos descubierto también que los excesos verbales de los agitadores de opinión no nos van a impedir comer a nuestro antojo, educar a nuestros hijos como mejor nos parezca, disfrutar de los toros y ser españoles como nos plazca.
La sociedad española es hoy un poco mayor, ha pasado su convalecencia y los trapos fríos y los remedios caseros ya no hacen falta.
España sale de su particular sarampión. Ahora sólo hace falta que la oposición de la oposición lo reconozca y se sume a la construcción de un proyecto común. Nada garantiza que el gobierno de Pedro Sánchez no dure otra legislatura más cuando, de un modo evidente, ya se ha producido un cambio de ciclo.
A la oposición en su conjunto le toca actuar como tal y no sólo oponerse, sino proponerse.
Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.