La derecha ha aprendido a desobedecer

El 13 de junio tendrá lugar en Madrid la concentración de protesta en la plaza de Colón por los indultos de Sánchez a los golpistas. Es largo el debate sobre las formas y los tiempos en los que la derecha ha tomado en España la calle y se ha organizado para protestar por alguna medida gubernamental que considera injusta o arbitraria, y su eficacia posterior en las urnas. Lo hizo el PP de Mariano Rajoy hasta 2008. Según los críticos, no salió bien porque movilizó a la izquierda.

No obstante, estamos en un momento distinto debido a la crisis del sistema que vivimos desde 2014 tras la abdicación de Juan Carlos I, la ruptura del bipartidismo clásico, el auge y ocaso de los nuevos partidos, los pactos de Pedro Sánchez y el órdago independentista.

En todo este tiempo, la derecha ha intentado crear un cuerpo nuevo y adaptarse. No supo rentabilizar la España de los balcones en 2017 y dejó escapar la posibilidad de crear un movimiento civil y político para evitar el desastre en el que estamos inmersos. Era el momento de romper viejos clichés y prejuicios, de construir instrumentos nuevos. No era una tarea fácil porque la derecha (ese conjunto de liberales, conservadores y democristianos, junto a desengañados de la izquierda) es muy complejo y silencioso.

Recuerda Gregorio Luri en su libro La imaginación conservadora que la gente de derechas se somete en silencio a las injusticias o al pisoteo gubernamental. El conservador cree que el orden ajustado a la ley, es decir el respeto al Estado de derecho, es el principio supremo de una comunidad política.

Por eso le cuesta tanto salir a la calle a manifestarse contra el Gobierno, que es la institución a la que siempre hay que vigilar. Y cuando lo hace, no se produce alteración del orden público. Sus manifestaciones no acaban en cargas policiales, asaltos de comercios y quema de mobiliario urbano.

La izquierda, en cambio, considera que el orden es algo que hay que subvertir. Me refiero al orden en un sentido amplio: social, político, económico, cultural, religioso o internacional. Está en su esencia.

La izquierda necesita el desorden para mostrar su cuestionamiento de lo existente, crear identidades, movilizar emociones y construir problemas en la esperanza de que del caos surja un orden nuevo. Lo han escrito todos los pensadores izquierdistas desde Antonio Gramsci a Donatella Della Porta: agitar para despertar pasiones con la propaganda y la violencia, con el ánimo de imponer una moral superior y crear una sociedad nueva.

La derecha es otra cosa. No puede imitar a la izquierda, ni debe. La protesta de la derecha sólo puede hacerse por dos vías: las concentraciones convocadas por la sociedad civil en el punto álgido de la irritación social, y la desobediencia. Es la actualización del derecho de resistencia, un principio clásico del liberalismo conservador para defender la libertad frente la arbitrariedad y la injusticia de un Gobierno.

Es cierto que nunca ha habido en la historia del Estado, exceptuando en sus versiones totalitarias, un momento en el que la coacción estatal haya sido tan poderosa y eficaz como ahora. No sólo por la ejecución de la legislación, sino por la autocensura.

Es conveniente señalar que no estamos en los tiempos de Juan de Mariana, quien indicaba que el pueblo tenía el derecho de levantarse en armas contra el tirano, ese personaje que gobierna para sí mismo y no para la nación, que se salta las leyes y que deja el gobierno efectivo en manos de una camarilla. Desechado esto, lógicamente, ¿cómo se puede organizar la desobediencia de la derecha?

Las vías son dos: la societaria y la individual. La primera ha de caracterizarse por la organización de la sociedad civil. Lo hizo Benjamin Disraeli en el Reino Unido en el siglo XIX, y ahora la tecnología lo hace más sencillo. Se trata de crear una red asociativa de agraviados, de defensa de los intereses, de guardianes de la libertad, como señaló Alexis de Tocqueville para mostrar las virtudes de una sociedad amante de sus derechos.

La derecha europea, y en especial la española, no se asocia. Y esta es una de las razones de la indefensión y de la hegemonía de la izquierda. El asociacionismo articula la protesta ante un Gobierno arbitrario como el actual, y es capaz de mostrar públicamente el desafecto hacia una política. La creación de una identidad colectiva, de la convicción de que no se está solo frente a la bota gubernamental, es muy importante para conservar la libertad.

Esto pasa por hacer ver a la gente que sus decisiones cotidianas, aquellas que la convierten en persona, están vinculadas con el ejercicio de sus libertades. La conservación de ese espacio es la razón de vida de una democracia. Si se pierde la autonomía en las decisiones cotidianas, se acabó el sistema democrático y empezamos a hablar de totalitarismo.

La segunda vía para la desobediencia es la individual. Es el principio liberal por antonomasia. Es la responsabilidad que tiene cada persona para oponerse a la arbitrariedad gubernamental, cada uno desde su puesto, ya sea periodista, escritor o profesor, comerciante, autónomo o trabajador por cuenta ajena. No se debe esperar, como decía Henry David Thoreau, a que otro lo haga. Esperar la venida de nuestro salvador y aceptar en silencio la injerencia del Gobierno. Es la responsabilidad individual frente a la totalitaria de la que hablaba Hannah Arendt.

Las actuaciones del Gobierno de Sánchez con relación al independentismo catalán, percibidas como cesiones cuyo único objetivo es mantenerse en el poder, parecen haber despertado la desobediencia de la derecha.

No obstante, es posible que sólo se quede en una concentración, unas fotos y un manifiesto si no concluye en una organización de la sociedad civil. En un movimiento social constante que agrupe a los descontentos en torno a una alternativa y que tenga su continuidad hasta las urnas. Porque es ahí, en las elecciones, donde se cambian las políticas.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense y autor del libro 'La tentación totalitaria'.

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