La deriva caníbal del periodismo

Nada hay completa y absolutamente nuevo. De haberlo, nos resultaría por entero ininteligible. Todo lo que se presenta revestido con los ropajes de la novedad tuvo un antecedente que en cierto modo predispone a recibir lo que ahora irrumpe o con alborozo o con escándalo. He aquí una consideración que tanto vale para la historiografía más académica como para el devenir de la banalidad más cotidiana o, si se prefiere decir esto mismo de otra manera, para cualquier moda en cualquier ámbito.

Puestos a escoger uno en el que ejemplificar dicha dinámica, los medios de comunicación y la forma en la que se constituyen en la región privilegiada del espacio público nos brindan un material de considerable utilidad, amén de suma importancia. Así, hoy podemos preguntarnos, con el analista político estadounidense Ezra Klein, por qué estamos polarizados, y aunque la respuesta habrá de incorporar factores específicos de nuestro presente, el fenómeno de la polarización en cuanto tal sin duda a muchos no les ha venido de nuevas (entre nosotros, del “váyase, señor González” a las virulentas intervenciones parlamentarias de Eduardo Zaplana durante la presidencia de Zapatero, ha sobrado siempre dónde elegir).

La deriva caníbal del periodismoLo propio cabría decir respecto al sectarismo comunicativo, que para algunos es cosa de los nuevos tiempos, con destacada responsabilidad de las redes sociales y la tecnología digital (esa ciberbalcanización de la que nos hablara hace dos décadas Cass Sunstein). Pero también para este caso, nada más fácil que encontrar antecedentes que de alguna manera roturaban el camino. Casi desde sus orígenes, los medios de comunicación impresos se alineaban, en muchos casos convirtiéndose de manera explícita en portavoces u órganos de expresión de determinados sectores económicos, políticos o ideológicos. En buena medida como resultado de ello, los lectores pasaban a serlo de manera primordial, cuando no exclusiva, de uno u otro medio en concreto. Análogo alineamiento se produjo después con emisoras de radio y canales de televisión.

De estos datos, fácilmente contrastables, pueden hacerse lecturas diversas. Algún político ha habido que, como quien presenta una gran aportación teórica, ha llegado a afirmar que hoy en día ya no se es de un partido político sino de un determinado medio de comunicación. Para percibir el calado analítico de la afirmación bastaría con desplazar ligeramente su ámbito de aplicación y sostener que hoy no existen ni los culés ni los merengues, sino simplemente lectores del diario Sport o de Marca. Una bobada campanuda, desde luego. En realidad, lo que se debe destacar para entender cuáles son los rasgos específicos de la situación actual no es el hecho de que cada medio tenga su propia comunidad de lectores (que en ocasiones incluso puede llegar a parecer un público cautivo a la vista de las noticias y de las opiniones que llegan a hacer suyas diariamente).

Digámoslo ya: lo específico —lo nuevo, si prefieren formularlo así— no es tanto la cosa misma como el grado. Afirmación que a su vez debería ir acompañada de otra: han sido las transformaciones que se han producido fuera del ámbito comunicativo propiamente dicho, transformaciones fundamentalmente de orden económico y tecnológico, las que en gran medida explican los más recientes cambios en tal ámbito. Así, por no rehuir lo más concreto, la actual estructura empresarial de las grandes corporaciones dedicadas a la comunicación convierte en impensable una situación como la que antaño hizo posible que en nuestro país se taparan las vergüenzas del rey emérito. Por su parte, la proliferación de diarios digitales o el enorme auge de las redes sociales han modificado de manera notable no solo el espacio, sino también la calidad de la comunicación.

El resultado de la articulación de ambas transformaciones es que se ha desatado una descontrolada lucha por la vida en el espacio comunicacional, y que esta ha dado lugar a que haya emergido algo que, por permanecer hasta ahora en el estado de mera latencia, alguien podría tomar por nuevo. Me refiero a lo que, no sé si con un exceso de rotundidad, podríamos denominar el declive del corporativismo periodístico. Así, cualquier lector de diarios habrá podido comprobar cómo de un tiempo a esta parte un determinado medio puede ser, abiertamente, objeto de crítica cuando no de sarcasmo por parte de otro, o cómo empiezan a publicarse noticias acerca de las interioridades de la redacción o del accionariado de un medio de la competencia, prácticas que hasta ahora parecía estar sometidas a un cierto pacto de silencio.

Se engañarían quienes saludaran estas presuntas novedades como si de un signo de transparencia o independencia respecto a los poderes económicos, políticos o de cualquier otro tipo se tratara. En realidad, de lo que son expresivas tales novedades es de una cierta deriva caníbal, en gran medida potenciada por una exasperada e inclemente economía de la atención que obliga a los medios a servirse de cualquier recurso que permita capturar la mirada del eventual lector, sobrepasado de manera constante por una catarata de estímulos. En parte también, todo hay que decirlo, algunos y algunas profesionales de la comunicación, con su desmedido afán de protagonismo y visibilidad (que en ocasiones deja en mantillas al de ciertos políticos), le han puesto fácil a la competencia convertirse en objeto de sus invectivas.

Es también esta misma lógica la que explica, además de la irrupción de nuevos destinatarios de la crítica, el tono que esta suele adoptar, y que también nos engañaríamos si se la atribuyéramos en exclusiva a determinados sectores ideológicos o políticos. En realidad, el señalado neodarwinismo comunicativo, en el que se diría que la propia supervivencia de cada medio parece encontrarse en juego en todo momento, es el que explica el generalizado tratamiento de los temas. Un tratamiento en el que se persigue, no ya solo incrementar el número de lectores, sino también fidelizar a los preexistentes, recuperar en lo posible alguna variante de aquellas comunidades de lectores de otro tiempo, hoy amenazadas por la volatilidad dominante.

Para ello, nada más eficaz, parecen pensar algunos, que ofrecer indignaciones a la carta. En eso parecen haber quedado convertidas en nuestros días las portadas de casi todos los diarios, incluidos los digitales: en un muestrario de indignaciones entre las que escoger, cada una de ellas a la medida de los convencimientos previos del lector. Las hay para todos los gustos y creencias. De tal manera que se puede inferir, con escaso temor a equivocarse, que la indignación elegida define la identidad del lector. En definitiva, muchos medios de comunicación parecen haber abandonado la pretensión de aportar razones para el debate, en provecho de cargar de razones a los que no tienen ninguna gana de debatir.

De ser mínimamente cierto todo lo anterior, debería mover a severa preocupación no ya solo a los ciudadanos en general sino, en particular y sobre todo, a los profesionales de la cosa. Tal vez a estos les convendría no perder de vista la percepción que de su trabajo parecen tener aquellos. Probablemente el CIS no tiene por qué ocuparse de estos asuntos, pero a veces me da por pensar (y lo lamento por tantos buenos reporteros, analistas y corresponsales como hay y a los que les toca purgar un pecado ajeno) que el día en que dicho organismo decidiera preguntar a los españoles por su opinión acerca de la profesión periodística, más de uno se iba a llevar un disgusto.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro Democracia: la última utopía (Espasa).

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