La deriva del Ministerio Fiscal

Ingresé en la carrera fiscal hace más de 40 años, con un Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal recién aprobado a finales de 1981. Estrenábamos entonces un nuevo modelo constitucional que ubicaba al fiscal en el título del Poder Judicial (artículo 124 de la Constitución) y eliminaba la dependencia del Poder Ejecutivo (circunstancia esta que era santo y seña del régimen franquista), pero manteniendo un sistema de designación del fiscal general del Estado en el que el Gobierno se reservaba la propuesta del candidato, aunque el nombramiento fuera realizado por el Rey.

Pese a la antigüedad en la institución a la que pertenezco (con el número 2 del escalafón), formo parte de una generación de fiscales que ya comenzó su andadura profesional con el inquebrantable compromiso de lealtad constitucional y de defensa de la legalidad democrática que ha guiado nuestra trayectoria durante todos estos años. Soy miembro de la Unión Progresista de Fiscales desde su fundación, en 1985, en cuya representación fui vocal del Consejo Fiscal en el periodo 2000-2005, asociación a la que aún sigo afiliado a pesar del rumbo que la ha marcado en estos últimos tiempos y de las polémicas decisiones que han tomado respecto a algunos nombramientos sin sujetarse a los criterios de mérito y capacidad.

Desde entonces, he conocido hasta 15 fiscales generales del Estado (a todos salvo al primero, Juan Manuel Fanjul Sedeño, quien fue fiscal general del Reino y, después, fiscal general del Estado, tras la aprobación de la Constitución). Pero hasta donde la memoria me alcanza no recuerdo una situación de crisis institucional de tanta gravedad y calado como la que está afrontando en estos momentos el Ministerio Público.

La discrepancia con el discurso oficial no suele gustar, hasta el punto de que, a veces, desde sectores asociativos imbuidos de un cierto sectarismo se penaliza calificando como reaccionario al que disiente. Pero esto no debe representar ningún óbice para dejar constancia -al amparo del legítimo derecho a expresarme libremente- de que me preocupa enormemente que las nuevas generaciones de fiscales puedan vivir como normalidad el creciente descrédito de la institución. Ni la institución ni los magníficos profesionales que la integran lo merecen.

En estos dos últimos años, hemos asistido a una interminable cadena de acontecimientos, decisiones y escándalos mediáticos cuyas consecuencias y repercusiones están cristalizando lamentablemente en una progresiva pérdida de prestigio y credibilidad institucional, y en un significativo deterioro de la autonomía y de la imparcialidad como principios básicos del funcionamiento de la institución, con unos efectos reflejos añadidos claramente visibles: la fuerte percepción social de la dependencia de la Fiscalía respecto del Gobierno, y la quiebra de la confianza de la ciudadanía en la Administración de justicia. En el pasado se han vivido situaciones de crisis, pero nunca de tanta intensidad y con tan demoledores efectos.

Desde la propia designación como fiscal general del Estado de quien hasta el día anterior había sido ministra de Justicia y diputada por la formación política mayoritaria que sostiene al Gobierno, pasando por el controvertido manejo de las querellas y denuncias penales presentadas contra el Gobierno de la Nación y las Administraciones autonómicas a propósito de la gestión de la pandemia, una muy discutible política de nombramientos, la suspensión sin cobertura jurídica de la Comisión de Ética Fiscal, o las interferencias a modo de instrucciones y sugerencias ciertamente irregulares que se han producido en algunos casos, hasta el colofón de la reciente enmienda incorporada a hurtadillas en el proyecto de ley concursal para ascender automáticamente a la fiscal general cuando deje de serlo, amén de otras circunstancias de todos conocidas, han provocado una crisis reputacional e institucional de la que no va a ser fácil reponerse. Me referiré a continuación a algunas de ellas.

Para asegurar mayores cotas de autonomía e independencia funcional, la ley 24/2007 de 9 de octubre reformó el Estatuto Orgánico, introduciendo en el Estatuto del Fiscal General del Estado dos importantes matices: el primero, el establecimiento de un plazo de cuatro años para su mandato y de unas causas tasadas de cese (artículo 31), y el segundo, la intervención en su nombramiento del Congreso de los Diputados para informar sobre los méritos y la idoneidad de la persona propuesta para el cargo (artículo 29, apartado 2, del Estatuto). Es aquí donde está la raíz del problema.

No se puede abordar la valoración de la supuesta idoneidad del propuesto como un trámite más sin relevancia alguna. Ni el informe de la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados, que se produce tras la comparecencia del candidato a fiscal general del Estado, ni el que evacua el Consejo General del Poder Judicial, son meros trámites de audiencia para examinar los requisitos reglados que se exigen para su nombramiento (ser jurista de reconocido prestigio con más de 15 años de ejercicio efectivo de su profesión), sino que ambos órganos constitucionales deben valorar de forma efectiva los méritos y la idoneidad del candidato propuesto. Así lo entendieron siete vocales del Consejo General del Poder Judicial en el voto particular que emitieron con motivo del nombramiento de la actual fiscal general del Estado,tachándola de inidónea para el cargo.

La idoneidad no se deduce, por lo tanto, del cumplimiento de las condiciones regladas exigibles para la designación, sino de la concurrencia de garantías de independencia y de un ejercicio previsible de la función conforme a los criterios de legalidad y de imparcialidad (v.g. véase las condiciones que se requieren para el nombramiento de fiscal general europeo al amparo del artículo 14 del Reglamento (UE) 2017/1939 del Consejo de 12 de octubre por el que se establece una cooperación reforzada para la creación de la Fiscalía europea, entre las que se considera imprescindible "ofrecer absolutas garantías de independencia").

Como ya tuve ocasión de expresar en una reciente conferencia pronunciada el pasado 16 de febrero en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación bajo el título La defensa penal del Estado de Derecho, creo firmemente que el examen de la idoneidad para el cargo no puede ser meramente superficial, y que este requisito debió ser analizado en profundidad por la jurisdicción contencioso-administrativa con motivo de la impugnación del citado nombramiento.

La imagen de independencia y de imparcialidad para el desempeño de la función -que constituye el presupuesto imprescindible de la idoneidad en atención a la naturaleza y características del cargo- no resulta idónea ni apropiada en aquellos casos en los que el candidato haya ostentado un cargo político de entidad en el Poder Ejecutivo sin mediar periodo temporal alguno entre uno y otro porque la apariencia de imparcialidad queda seriamente dañada en estas situaciones como consecuencia de la afinidad política hasta el punto de cuestionar razonablemente la idoneidad necesaria para el ejercicio del cargo.

Lo cierto es que nunca un/una ministro/a de Justicia pasó a ser sin solución de continuidad fiscal general del Estado. Para prevenir estas situaciones, el previo desempeño de cargos políticos se ha constituido legalmente en causa de abstención y/o de recusación respecto a magistrados y jueces, al amparo del artículo 351 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, para intervenir en cualesquiera asuntos en los que sean parte partidos o agrupaciones políticas, o en aquellos de integrantes que ostenten o hayan ostentado cargo público.

Esta previsión legal es aplicable a los fiscales conforme a la Disposición Adicional Primera del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, y muy particularmente al fiscal general del Estado como jefe superior de la institución al amparo del artículo 28 de la citada norma, precepto éste que considera aplicable al mismo tales causas de abstención y que fue invocado recientemente por seis fiscales de Sala del Tribunal Supremo en la Junta celebrada el pasado 28 de marzo con motivo del conflicto de competencias que surgió entre la Fiscalía europea y la Fiscalía Anticorrupción en relación a la investigación de posibles comportamientos delictivos que afectaban a cargos públicos de la Administración autonómica madrileña, para recordarle a la fiscal general del Estado que también a ella le incumbe el deber de abstención ante investigaciones de estas características. La norma es clara al respecto y la razón era obvia: cuando se han ejercido inmediatamente antes cargos políticos como el de ministro o diputado, la neutralidad y la imparcialidad en el cargo de fiscal general del Estado no se presumen, sino que han de ser acreditadas. Los hechos no han contribuido a ello.

Como corolario de este preocupante devenir institucional, hemos conocido hace muy pocos días que el Gobierno ha introducido en el proyecto de ley concursal una singular enmienda, en virtud de la cual se asciende automáticamente a la fiscal general del Estado a la categoría primera de la carrera fiscal (fiscal de Sala del Tribunal Supremo) tras producirse su cese. La maniobra no tiene justificación, ni en fondo ni en la forma.

La explicación oficial dada a semejante reforma, manifiestamente ad personam, entra de lleno en el capítulo de las ocurrencias al proclamar que es una medida dirigida a reforzar la independencia del Ministerio Fiscal y a garantizar la regeneración democrática de las instituciones en línea con las recomendaciones del grupo GRECO (sic), un objetivo loable donde los haya que debe comenzar no por el tejado sino por los cimientos; es decir, por establecer mecanismos de selección y de designación para el cargo de perfiles profesionales que acrediten suficientes garantías de independencia, imparcialidad y neutralidad al margen de las influencias políticas. En las circunstancias actuales, es inevitable que la opinión pública piense que se trata de un premio y de una salida privilegiada ad hoc.

Es cierto que las asociaciones de fiscales se han mostrado en alguna ocasión favorables a la fijación de un estatus para el fiscal general del Estado en el que se incluya su ascenso -si ostenta la condición de fiscal- a la categoría primera de la carrera. Hasta ahora no ha sido necesario establecer un ascenso por imperativo legal. De los tres casos en que un fiscal de segunda categoría fue designado fiscal general del Estado, dos de ellos se saldaron una vez terminado su mandato con el ascenso a los pocos meses y con el aval favorable del Consejo Fiscal: el señor Ortiz Úrculo en 1997 y la señora Segarra Crespo en 2020. El tercero -el señor Cardenal Fernández- estaba jubilado cuando finalizó su mandato. Entonces, ¿por qué utilizar esta fórmula de tapadillo en un proyecto de ley que nada tiene que ver con la función fiscal? ¿Acaso se teme que el procedimiento normal para el ascenso pueda verse truncado en el futuro por una valoración no tan favorable del órgano de representación de la carrera fiscal?

Resulta obvio que esta singular modificación necesita de un consenso político muy amplio, y que debería ser abordada en el contexto de una reforma más general del Estatuto Orgánico que abarcase cuestiones estructurales (como el refuerzo de plantilla o la autonomía presupuestaria), orgánicas y funcionales destinadas a preparar a la institución para el cambio del actual modelo procesal penal, asumiendo la dirección de las investigaciones, que fortalezcan la independencia de su actuación como institución y que alejen de una vez por todas las permanentes sospechas de intromisión y dependencia del Poder Ejecutivo.

La fórmula debería ser matizada en todo caso. Porque podrían darse algunas situaciones no deseables y jurídicamente incongruentes: que el ascenso se produjera sin cumplir los 20 años de antigüedad como mínimo exigible para el ascenso a la categoría primera, o que tuviera lugar cualquiera que fuera el periodo de ejercicio efectivo como fiscal general del Estado o el motivo del cese. Recordemos que el artículo 31.1 del Estatuto regula hasta cinco causas de cese, y salvo en el caso de que el mandato termine por el cese del Gobierno que lo ha propuesto (aunque imagínense que este mandato se agota en pocas semanas o meses), en los restantes supuestos no parece jurídicamente aceptable anudar al cese el ascenso automático de categoría (incompatibilidad, prohibición legal, incapacidad o enfermedad para el cargo, incumplimiento grave o reiterado de sus funciones o renuncia).

En definitiva, ese automatismo legal consagra un grueso despropósito jurídico, en la medida en que no valora todas estas cuestiones y que la independencia en el ejercicio del cargo, como reclama el grupo GRECO, debe garantizarse ex ante mediante la designación de profesionales del mundo del derecho que, además de cumplir los requisitos reglados, ofrezcan suficientes garantías de neutralidad, objetividad, imparcialidad e independencia para el ejercicio de la función y carezcan de vinculaciones políticas próximas, y no ex post con ascensos a puestos del máximo nivel que solo pueden ser interpretados como premios o prebendas.

Javier A. Zaragoza Aguado es fiscal de Sala del Tribunal Supremo y miembro de la Unión Progresista de Fiscales.

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