La deriva totalitaria

Al cabo de una larga y accidentada historia, España -tras otros intentos frustrados- desembocó, por fin, tras un ejemplar proceso de transición política, en el periodo histórico de mayor plenitud y disfrute de la libertad bajo la ley que aún protege nuestra Constitución.

Sin embargo, muchos españoles, demasiados, lejos de apreciar los principios rectores del orden democrático liberal que todavía disfrutamos, aunque imperfectamente, se inclinan hacia interpretaciones torcidas de la democracia, que allá donde se han experimentado acabaron en el camino de servidumbre de fatales consecuencias tan bien ilustradas por Hayek.

Las principales razones del creciente desencuentro de buena parte de la sociedad española con la verdadera democracia, la sometida al imperio de la ley que protege el Estado de Derecho -«encarnación legal de la libertad» según Hayek-, sustentado por la división de poderes que formulara Montesquieu, son tres: primero, la inexperiencia democrática, que apenas arraigó seriamente en España hace sólo cuatro décadas, frente a países con más de dos siglos experimentándola.

Segundo, la excesiva abundancia de personas dispuestas, aunque no sean conscientes, a ceder su libertad a cambio de una cierta seguridad, que al decir de Benjamin Franklin, «no merecen ni una cosa ni otra». Y tercero, una izquierda, especialmente la actual, aliada con anacrónicos nacionalismos con los que comparten una concepción democrática totalitaria derivada de la revolución francesa, que solamente ha servido para destruir las naciones allá donde se implantó.

La primera y gran deformación de la democracia tuvo su origen en la revolución francesa. Para Voltaire, Rousseau y Condocet la mayoría democrática tiene unos poderes ilimitados, lo que conduce inexorablemente a caminos sin retorno a la libertad. Si Francia se consolidó como una nación democrática no fue, en contra de lo que piensa mucha gente en España, heredando su propio pensamiento revolucionario sino el evolutivo, que originado en la Inglaterra del siglo XVII sentó las bases de la democracia liberal.

En 1660, según Hayek, el Parlamento inglés reunido en Westminster formuló: «No hay nada más esencial para la libertad de un Estado que la gobernación del pueblo por las leyes y que la justicia sea administrada solamente por aquellos a quienes se les puede exigir cuentas por su proceder». Desde esta perspectiva, el Parlamento «no puede dictar normas mediante decretos arbitrarios y extemporáneos».

La principal salvaguardia práctica contra el abuso de la autoridad es la separación de poderes, que fue establecida por primera vez en Inglaterra en 1701, y ya en 1703, según Hayek, Lord Camden aclaró que «los jueces deben ceñirse a reglas generales y no a los objetivos particulares de gobierno; no se pueden invocar razones políticas ante los tribunales de justicia». Esta división de poderes, gracias al posterior e imperecedero «El espíritu de las leyes» de Montesquieu, se consagró en la Constitución de EE.UU. y es la divisa más elocuente de todo verdadero sistema democrático.

Para Hayek, el Estado de Derecho requiere que todas las leyes se conformen con ciertos principios: «Si una ley concede al gobierno poder ilimitado para actuar a su gusto y capricho, todas sus acciones serán legales, pero no encajarán dentro del Estado de Derecho». Los requisitos de la auténtica ley son: «Deben referirse a efectos venideros y no tener jamás carácter retroactivo; deben ser conocidas y ciertas; deben ser iguales para todos, incluidos los gobernantes».

Después de todo lo dicho resulta a todas luces evidente que la España de nuestros días está viviendo una deriva política totalitaria, heredera de una revolución de la que los propios franceses pronto renegaron para incorporarse al Estado de Derecho liberal.

Que un vicepresidente del Gobierno y su principal portavoz político anuncie en sede parlamentaria que no habrá ya más lugar para una alternativa política de gobierno y se declare judicialmente inimputable; que la actuación de la fiscal general esté a las órdenes del Gobierno y la Justicia deje -inconstitucionalmente- de ser independiente; que se planteen cambios retroactivos, legislativos e indultos a confesos culpables de graves delitos; que se margine impúdicamente a la Jefatura del Estado encarnada por S.M. el Rey de todos los españoles y se le insulte impunemente desde el Gobierno; que se prohíba el uso de nuestra lengua oficial; que se desprecie la Educación; que se pretenda regresar a la censura de la Segunda República y de Franco, son síntomas de una grave deriva que, con la salvaguarda política de que es «democrática», esconde su verdadero trasfondo totalitario y tercermundista. ¿En qué países civilizados ocurren estas cosas?, en ninguno.

Si en vez de adoctrinar a los niños con memorias históricas cargadas de ideología política y visiones totalitarias de la democracia se les enseñaran los principios fundamentales de la democracia liberal, el valor de la libertad y la responsabilidad de usarla, todos saldríamos ganando, excepto, claro, los que quieren demoler nuestro orden constitucional y la Monarquía que lo hizo posible y lo representa.

Jesús Banegas es presidente del Foro de la Sociedad Civil.

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