La derrota de la Madrastra

Mi tournée de presentación de La Desventura de la Libertad está empezando a ser un manantial inagotable de experiencias fantásticas. Si en Valladolid se produjo la fértil coincidencia con Ortega Lara -¡cómo siento que a Vox le hayan faltado esos miles de votos para lograr su escaño!-, si en Oviedo me quedé atónito cuando el portero del Reconquista me cambió una dedicatoria de mi libro por un ejemplar del Cándido de Voltaire, si en Pamplona aprendí en el restaurante Enekorri cuán placentera puede ser la sofisticada combinación de la distintas texturas del espárrago y si en La Granja descubrí la pedagógica belleza de los tapices semiclandestinos de la serie Los Honores -es inaudito que Patrimonio no haya editado un catálogo- destinada a educar en el arte de reinar a Carlos V, en el Hostal de los Reyes Católicos de Santiago me aguardaba el himno de Infantería.

La derrota de la MadrastraComo lo oyen. O al menos como lo oí yo, atronando bajo las ventanas de mi habitación, cuando aún paladeaba las emocionantes palabras que Paco Vázquez había dedicado a Calatrava, en defensa de la Nación y la Libertad, igual de válidas ahora que en 1823. Era como si por arte de magia xacobea se fundiera el hoy con el ayer: «De los que amor y vida te consagran/ escucha, España, la canción guerrera/ canción que brota de almas que son tuyas/ de labios que han besado tu bandera...».

Y, como al asomarme a la ventana percibí medio centenar de boinas rojas sobre los respectivos uniformes de camuflaje, avanzando imponentes a paso ligero sobre el empedrado, aún me dio tiempo a precipitarme hacia la plaza del Obradoiro para escuchar el desenlace de tan singular peregrinación. Allí estaban formados los jóvenes martes -«Son los cadetes de la Academia de Oficiales de Toledo», me explicó, amable, un policía militar-, a punto de escuchar la pregunta teológica de uno de sus mandos.

La voz del teniente coronel Téllez resonó sobre las piedras milenarias del vestíbulo del Apóstol, mientras un silencio místico y calcáreo acallaba alrededor hasta a las gaitas:

- ¡Bahamonde!

- ¡A sus órdenes mi teniente coronel!

- ¿Cuánto vale un hombre?

- ¡¡Lo que vale su palabra!!

Siguieron otra pregunta y otra respuesta, reivindicando las virtudes del honor. Los cadetes volvieron a entonar su himno («El esplendor y gloria de otros días/ tu celestial figura ha de envolver/ que aún te queda la fiel Infantería/ que, por saber morir, sabe vencer»). A mis oídos sonó como un trasunto del de Riego: la misma épica ingenua y romántica por la que la patria llamaba a «la lid» a los «serenos, alegres, valientes, osados...», o sea a los «hijos del Cid».

Entonces la formación rompió filas. Téllez se acercó para explicarme que, antes de recibir sus despachos como tenientes en Zaragoza, sus hombres habían venido marchando a paso ligero desde Toledo a postrarse a los pies de Santiago. Habían tardado cuatro días en llegar. Yo le comenté que mientras en todas las profesiones y órdenes de la vida hubiera jóvenes fieles a sus ideales como ellos, habría esperanza para nuestra sociedad materialista y desnortada.

Le pregunté por qué se había dirigido a ese tal «Bahamonde» y no a otro. Replicó que cualquiera le hubiera respondido igual, que simplemente ocurría que «Bahamonde» era el que llevaba el guión, el estandarte, la bandera... Añadió que sería bueno que personas como yo visitáramos la Academia para conocerles mejor... Le contesté que me encantaría, que se lo diría al alcalde de Toledo, que seguro que él tenía mano para eso...

Pero en realidad la conversación era ya casi una música de fondo, pues todo mi raciocinio seguía subyugado por los martillazos de aquellos dos gritos clavados sin malicia alguna ante el Pórtico de la Gloria:

- ¿Cuánto vale un hombre?

- Lo que vale su palabra.

El concepto se había desnudado ya de la túnica de la exclamación. Para qué desgañitarnos con interpretaciones sofisticadas e intríngulis sociológicos. Inesperadamente dos militares de una pieza me habían entregado, sin proponérselo, la explicación del gran acontecimiento del domingo pasado. El insoslayable seísmo del 25-M. Ese día que siempre llega, antes o después, en el que los ciudadanos ponen sobre la balanza la credibilidad de sus gobernantes. En una democracia suele hacerse a través de las urnas. Y el veredicto ha sido demoledor pues, al utilizar ese rasero, los electores han mostrado a un PP y un PSOE aún más «faltos de peso» de lo que constató la mano del escriba invisible respecto a la Babilonia de Baltasar, al final de su banquete.

¿Cuánto vale la palabra de Rajoy sobre los SMS de Bárcenas, la evolución del paro, la descomunal subida de impuestos, la excarcelación del infame Bolinaga o la independencia de la Justicia? Cuatro millones de votos en un país de 45 millones de habitantes. ¿Cuánto la de Rubalcaba sobre el chivatazo del Faisán, los ERE de Andalucía o la mangancia de los sindicatos? Todavía menos.

Con ese raquítico respaldo no se puede ni gobernar ni ejercer de alternativa. O sí se puede pero no se debe, pues he ahí el camino hacia la «putrefacción del sistema» que decía Clarín. «Mene, tekel, efarsin». Si no se interviene a tiempo, cambiando las personas, cambiando las políticas, ese templo será demolido. Una vez más la única alternativa a la revolución es la reforma pero en el palacio no quieren enterarse y el hombre del traje de cascabeles llama frikis a los que ya abrochan las escalas a sus almenas mientras restriega, retozón, la demoscópica joroba contra las barbas del duque de Mantua. El soponcio espera, claro, junto a la cruda realidad, a la vuelta de la esquina.

Con un PP petrificado como los centauros carpetovetónicos de Mingote -mitad hombres, mitad búnkeres- y un PSOE perdido en el laberinto que el minotauro finge querer abandonar, una sola cosa doy por hecho: que el Consejo de la Competitividad no volverá a posar en La Zarzuela y la Moncloa con estética y ademanes de Gobierno de facto. A no ser, claro está, que quiera continuar nutriendo el auge de Podemos y algo tan letal para el modelo de sociedad que dice defender, como su potencial confluencia con Izquierda Unida de cara a un muy verosímil sorpasso del PSOE.

Aún más que la derecha marrullera y la izquierda asilvestrada, la gran derrotada del pasado domingo ha sido la Madrastra. Es decir esa restringida oligarquía empresarial y financiera que, reproduciendo corregida y aumentada la pretensión tutelar de la banca que tanto irritaba a Adolfo Suárez, ha terminado erigiéndose ante los ojos de los españoles como la usurpadora de todos los poderes y contrapoderes de la Nación.

No quiero negarle un ápice de mérito al tan hábil como demagogo Pablo Iglesias, pero hay que reconocer que esa foto, esas obscenas reuniones públicas, reiteradas con el Rey y los dos últimos jefes de Gobierno, en las que un autodesignado club de plutócratas ha reemplazado como interlocutor a una CEOE cuarteada por los escándalos de sus dirigentes, pero a fin de cuentas representativa, se lo ha puesto bastante a huevo.

En España la suplantación de la democracia no ya por una partitocracia depredadora del interés público sino por una «cupulocracia» de reminiscencias feudales en la que los ciudadanos son rebajados a la categoría no ya de súbditos sino de vasallos, ha llegado a tal extremo que los amos del cotarro ni siquiera disimulan su hegemonía omnicomprensiva.

En ese posado monclovita del 7 de mayo hay personas honorables pero el cártel, con o sin acento, compendia demasiados males : la endogamia política en la que sólo medran los mediocres sin escrúpulos, la puerta giratoria que garantiza su jubilación dorada, la financiación ilegal de los partidos, el menoscabo de las juntas generales de accionistas, los congresos previamente amañados con avales, la orgía y rescate de las cajas de ahorro, la regulación ventajista de los mercados de las telecos, la banca y la energía, el duopolio televisivo, el reparto del dividendo digital, las destituciones de directores de periódicos, la balbuceante estrategia para mantener la unidad de España, la designación de los jueces en los altos tribunales, la doctrina de la prescripción, los indultos a políticos y banqueros, el poder deportivo, cultural y hasta filantrópico...

A este Pablo Iglesias del siglo XXI que ha sustituido la gorra de menestral por la coleta y el retrato de Marx por el de Hugo Chávez -manda eggs...- sólo le basta mostrar esa foto para que resulte creíble cuando dice que «estamos gobernados por los mayordomos de los ricos» y parezca cargado de razón cuando pide que diputados y ministros no sean sino «carteros de los ciudadanos».

Qué lamentable y desalentador resulta Rajoy cuando se agazapa, el muy tecnócrata, tras la leve mejoría de los datos macro. Como si las personas sólo fuéramos estómagos agradecidos sin ilusiones, pasiones ni ideales. Como si la única «vuelta» que fuera capaz de «darle» a su estrategia política consistiera en espaldear a su Gobierno, más que churruscado torrefacto, sobre la indolente parrilla de la mayoría absoluta. Como si estuviera preparando ya la campaña del «o yo o el caos», después de sacrificar en las autonómicas y municipales a cuantos barones y alcaldes sea menester para llegar a las generales -las únicas que le importan- al borde mismo del precipicio.

A ver si nos enteramos. La restitución de los derechos de participación política de los españoles -reforma electoral ya, democracia interna ahora- y la independencia judicial son el alfa y omega de la regeneración democrática, además de las señas de identidad a las que lleva un cuarto de siglo aferrado este periódico. Últimamente las cosas no han hecho sino empeorar. El conglomerado político-financiero-mediático que nos rige ha ido suministrándonos la manzana de la sumisión dosis tras dosis y el veneno ha producido el efecto letárgico que pretendía.

Pero ninguna sociedad queda condenada al sueño eterno. La duda por dilucidar es si el príncipe que besará y resucitará a la doncella será centrista, reformista y liberal, como yo deseo una vez más, o extremista, revolucionario y colectivista, como los oligarcas que nos rigen estimulan por vía pendular. Sólo si se recuperan espacios para la crítica, el pluralismo y la libertad, sólo si se eleva el listón de la exigencia a la política, a la Corona y a la propia gran empresa, sólo mediante una inyección de transparencia y autenticidad podrá prevalecer nuestro modelo de convivencia. Y la Madrastra ya sabe lo que aparece en el espejo.

Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.

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