La derrota posheroica de ETA

Derrotar a ETA. A pesar de la fuerte resonancia militar de la palabra derrota, la derecha española ha conseguido presentarla con rasgos de civilidad democrática que, por paradójico que parezca, deberíamos asumir como si fueran moralmente superiores a los que valoran el diálogo y la no violencia. Con esa palabra se está utilizando el mismo código militarista que desde siempre ha gustado utilizar a la propia ETA para autodefinirse como organización militar. Y no cabe duda de que al éxito último de ese tipo de lenguaje también ha contribuido la persistente y sin embargo decadente capacidad operativa de ETA, un hecho que, después de la matanza terrorista del 11-M, se ha ido haciendo cada vez más inexplicable e insoportable (¿quién no tuvo en 2004 la ilusión de ver a ETA sumida en la perplejidad y autodisolviéndose?). Espoleados por la necesidad de persistir frente a una estrategia estatal que busca su derrota material (policial, judicial y punitiva), los actuales dirigentes de ETA están obviando que ya han sido derrotados por el alcance del profundo cambio sociocultural que han experimentado las sociedades occidentales, un proceso de transformación en el que está plenamente instalada la muy rica y acomodada sociedad vasca, aunque en ella se sigan dando fenómenos de violencia política.

Una de las más genuinas expresiones de ese cambio cultural puede encontrarse en la conformación de una mentalidad posheroica que desapasiona el campo de la conflictividad política, incluyendo el que sigue dinamizando la propia ETA. De esa manera se explica que entre sus propios apoyos sociales de última hora esté cundiendo con cierta ansiedad el deseo de verla disuelta (no derrotada en el sentido policial de la palabra, pero sí disuelta). La mentalidad posheroica del 'entorno de ETA' estaría anhelando el fin de la lucha armada, mientras que al mismo tiempo, con los valores clásicos de la mentalidad heroica que se forjó en los ciclos de conflictividad de los años sesenta del siglo XX, esa misma gente no quisiera ver a ETA militarmente derrotada. Toda derrota deja un regusto de contradicciones.

En el lenguaje político se habla de derrota en un sentido mucho más estricto y material. Tras la ruptura de la última tregua, la palabra derrota se ha convertido en el concepto fetiche del discurso anti-ETA. Ninguna formulación de la política antiterrorista puede admitirse si no contempla rotundamente la derrota de ETA como objetivo y lo defiende como algo indiscutible. Sin embargo, eso no siempre ha sido así. De hecho, durante la pasada legislatura hablar de derrota era poco menos que un estorbo. Que las cosas hayan cambiado, aunque la propia ETA lo provocara con su terco y suicida rechazo del proceso de paz, ha sido un gran triunfo de la derecha española. En realidad, el Estado español nunca se había planteado seriamente como posibilidad la derrota policial de ETA. Desde la UCD hasta el PSOE de Felipe González, a pesar de que se impulsaran tácticas de 'guerra sucia', todos los estrategas de la lucha anti-ETA asumían que sólo podrían golpearla materialmente y debilitarla políticamente, pero al final, de una u otra forma, tendrían que llegar a algún tipo de negociación política que solucionara definitivamente el largo y sangriento conflicto vasco. El cambio de esa estrategia de presión llegó cuando, tras la reacción social por el asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997, el entonces ministro de Interior, Mayor Oreja, logró crear en el PP la ilusión de que era posible la derrota policial de ETA y, de paso, el fin de la hegemonía del nacionalismo democrático en el País Vasco. Así se impuso la estrategia de la derrota. Y, más aún que una estrategia se creó un marco cultural que lograba presentar a su oponente -el diálogo- como sinónimo de entreguismo.

A esto último parece haberse apuntado también el presidente Zapatero si hemos de creer su rechazo a cualquier otra experiencia de diálogo con ETA. Pero nadie puede saber si, después de tantos años de provocar terribles daños y a su vez ir sufriendo grandes desgastes, ETA sucumbirá a una estrategia antiterrorista que al fin cree en su derrota material. Para sostener esa duda se tiene en cuenta la importancia de sus apoyos sociales y que todavía no se han abordado buena parte de los contenciosos sobre los que ETA sustenta su insistente intención de seguir existiendo. Sin embargo, aunque ETA no haya sido derrotada materialmente, aunque siga siendo una organización armada que resiste a la acción del Estado, es un artefacto simbólico que se ha quedado fuera de sus propias coordenadas culturales. ETA emite señales que desde hace tiempo no sintoniza la mayoría y que cada vez entienden menos las gentes con pensamiento radical, incluso las que alguna vez compartieron sus lenguajes revolucionarios. ETA utiliza un código heroico que ya no puede entender una sociedad eminentemente posheroica.

Así las cosas es imaginable un final cruento y también un final autodirigido por la propia ETA. Cuando eso ocurra podremos calibrar el alcance de su derrota posheroica como referente histórico y cultural, analizando su ubicación en la construcción del recuerdo social, o sea, en la forma de recuperar su memoria histórica. Es algo que ya se está viviendo -la batalla del MLNV por dignificar el relato de su propio pasado-, pero se agigantará cuando ETA haya desaparecido de la escena. Si observamos este mismo fenómeno en la España actual, el que se desarrolla a través de múltiples iniciativas favorables a la recuperación de la memoria histórica de la Guerra Civil y el franquismo, vemos que, aunque hay muchos agentes sociales implicados 'desde abajo', en España se está intentando construir desde arriba una memoria histórica que pueda llegar a definirse como 'memoria democrática' de todos los españoles. Con la vara de medir que imponen los actuales parámetros de legitimidad democrática, sólo es posible recuperar de forma unitaria sujetos colectivos indefinidos, como 'los españoles', 'los vascos', 'los catalanes', 'los progresistas' o 'los demócratas'. Se recuperará también, aunque con polémicas, a algunos otros que mantienen una gran relevancia social, como 'los socialistas' y 'los católicos', o los 'nacionalistas democráticos'. Sin embargo, no se podrá recuperar para la memoria oficial ni a 'los anarquistas', ni a 'los rojos', ni a 'los separatistas'. Ni siquiera a 'los republicanos'. Y, en la atmósfera cultural de una sociedad posheroica que no valora las pasiones ideológicas de antaño, jamás se podrá incorporar a la centralidad de la memoria dominante a sujetos colectivos que en otro tiempo fueron admirados por muchos, como 'los brigadistas' o 'los guerrilleros', menos aún a 'los terroristas'.

¿Qué deparará el futuro a la memoria histórica de ETA? Dependerá de cómo se resuelva el conflicto vasco, pero, incluso en el mejor de los horizontes posibles -imaginemos un proceso soberanista exitoso y no violento- el recuerdo que ETA va a dejar será odioso y perdurable. Quienes quieran dignificar la memoria histórica de ETA tendrán que emplearse a fondo. Los monumentos que construyan los defensores de la memoria de ETA siempre quedarán revestidos de una simbología heroica extemporánea, mientras que a las autoridades estatales y autonómicas no les será difícil convertir en 'lugares de la memoria democrática' las calles y los parajes que han sufrido atentados. Los historiadores académicos seguirán construyendo una historiografía que pone énfasis en el carácter terrorista de ETA, y está muy claro que el relato que se haga sobre el pasado violento del conflicto vasco, aunque se enfríen mucho los análisis y se considere el dolor desde todas las perspectivas, nunca podrá obviar el recuerdo de las víctimas, sobre todo el de las más inocentes y el de muchas que fueron asesinadas de forma absolutamente inexplicable, por ejemplo, cuando el Gobierno español se ofrecía para dialogar. Según se vaya consolidando este ambiente cultural que no entiende de razones heroicas para matar por motivos políticos, la narrativa de las muertes absurdas provocadas por ETA empañará cada vez más su propia memoria histórica, e incluso el recuerdo de sus caídos. El absurdo perdurará y vencerá a la épica. A estas alturas, y por si el tren del diálogo volviera a pasar cerca, ETA debería proyectarse hacia el futuro y preguntarse si no será más difícil conllevar los efectos culturales de su derrota posheroica que las consecuencias políticas de su derrota 'militar'.

Pedro Oliver Olmo, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla - La Mancha.