La desalación en el Plan del Tajo

La presentación de la propuesta del proyecto del Plan Hidrológico de la Cuenca del Tajo ha evidenciado tanto la mala salud del río como el enfrentamiento que esta cuestión suscita entre los partidos políticos y las distintas comunidades autónomas que de él dependen. El Tajo es un río enfermo en el que las amenazas están perfectamente identificadas, los vertidos y la disminución de las precipitaciones sobre la cuenca.

Los vertidos urbanos e industriales de la gran área metropolitana de Madrid, aun cumpliendo con la normativa sobre depuración, son la principal causa de la elevada contaminación del agua entre Aranjuez y Talavera de la Reina y de la eutrofización que sufren los embalses de aguas abajo. El diagnóstico es evidente, el estricto cumplimiento de los requisitos actuales de vertido en las estaciones depuradoras es insuficiente.

La solución es clara, una revisión legislativa que adapte los parámetros de emisión y el nivel de tratamiento de las depuradoras a nuestra realidad geográfica. El borrador que se presenta, sin entrar en el problema de fondo, ofrece medidas para reducir la contaminación, destinando más del 60% de las inversiones previstas a mejorar la calidad de las aguas usadas.

Las aportaciones en régimen natural de los últimos 25 años han disminuido en un 28% en la parte de la cuenca situada en territorio español y, hasta en un 47% si nos fijamos en las entradas aforadas en la cabecera, de donde depende el trasvase a la cuenca del Segura. Menores aportaciones y demandas en aumento, junto con la gran cuestión que revuelve el debate político de arriba abajo, el trasvase a la cuenca del Segura, han llevado a establecer unos caudales mínimos, entre Aranjuez y Talavera, que en opinión de algunos son insuficientes para garantizar el buen estado del río, y muy inferiores a los que anteriormente manejaba el ministerio.

El camino para cuadrar las cuentas hídricas, el balance entre recursos disponibles y demandas de agua, tiene dos caminos: las políticas de demanda y las de oferta. Entre estas últimas, la desalación de agua de mar ofrece un gran potencial para obtener nuevos recursos de agua de excelente calidad que tiene como principal contrapunto el elevado consumo de energía que requiere esta tecnología.

En la cuenca del Tajo no hay desaladoras, pero en la del Segura sí. Entre Águilas (Murcia) y la ciudad de Alicante se han invertido más de 1.000 millones de euros, financiados en gran parte con fondos europeos, en la construcción de siete grandes plantas capaces de producir anualmente hasta 300 hectómetros cúbicos cuando estén plenamente operativas. Hasta ahora el uso que se ha hecho de ellas ha sido más bien escaso (35 hectómetros en 2011). La causa, argumenta el usuario, el elevado precio del agua.

Este volumen de agua desalada prioritariamente tiene como objetivo satisfacer el abastecimiento de la Mancomunidad de los Canales del Taibilla y restituir los acuíferos sobreexplotados en la cuenca del Segura. Aun así, cierto margen de maniobra todavía queda para contribuir, aunque sea en parte, a paliar los problemas a los que se enfrenta el Tajo. El debate sobre el papel que la desalación debe jugar en el Plan del Tajo y del Segura, sin dejar de lado al usuario, debe girar sobre el coste y beneficio que esta opción supone a la sociedad en su conjunto, analizando en detalle tanto los aspectos económicos como los ambientales.

Siguiendo esta línea, la desalación tendría evidentes beneficios ambientales tanto en la cuenca del Tajo como en la del Segura. La plena utilización de las desaladoras permitiría incrementar el caudal ecológico entre Aranjuez y Talavera y, sin lugar a dudas, mejoraría la calidad del agua y de los ecosistemas.

Del lado del Segura, el uso intensivo de agua desalada tendría un claro beneficio, en este caso para la agricultura y el medio ambiente. El agua del trasvase tiene el doble de salinidad que la desalada, y su uso permitiría reducir en miles de toneladas anuales la cantidad de sales que ahora reciben cultivos y acuíferos. Por el contrario, el funcionamiento de las desaladoras, debido a su elevado consumo energético, implicaría un aumento considerable de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera.

Si nos fijamos en la economía, son varios los aspectos que debemos tener presentes en el balance. En primer lugar, no hay que olvidar que, aun no utilizándose, las desaladoras hay que pagarlas, además de hacer frente a las tareas de mantenimiento, conservación y puesta a punto de las instalaciones, ya sea con cargo al bolsillo del usuario o al del erario público.

En segundo lugar, el uso de agua desalada presenta algunas ventajas económicas nada desdeñables, como que esta es potable frente a la del trasvase que debe potabilizarse, o que su uso reduce el importe que soportan los usuarios del agua transferida (de alrededor de 70 millones de euros en 2012).

Las desaladoras no son las nucleares del mar, ni la solución a todos los problemas, como decían unos y otros, pero nos gusten o no están ahí y sería una irresponsabilidad no utilizarlas.

Enrique Lapuente es ingeniero de caminos y profesor asociado a la Universidad Politécnica de Valencia.

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