“Querer atar las lenguas de los maldicentes es lo mismo que querer poner puertas al campo” (Miguel de Cervantes. 'El Quijote' (Parte II, capítulo LV).
Con la venia de la señora presidenta del Congreso de los Diputados que nada hizo por remediar la situación pese a los artículos 16, 70.2. y 71.3. del Reglamento de la Cámara, me permito lamentar la actitud del portavoz adjunto de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC), Gabriel Rufián, que el pasado sábado, en la sesión de investidura de Mariano Rajoy, aparte de otras lindezas dirigidas a diestro y siniestro, arremetió contra el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), diciendo que sus integrantes eran “unos traidores” y que sentía por ellos “vergüenza, asco y rabia”, incurriendo en la grotesca figura que se llama charlatanería y maledicencia.
Estoy seguro de que el discurso del diputado Rufián y que he leído íntegramente pues se publicó en Twitter, no pasará al libro de los Diálogos democráticos –ignoro si existe– como una de las más profundas aportaciones doctrinales a la teoría de constitucionalismo moderno, como tampoco pasó esa otra de un diputado del PP canario que en marzo de 2007 llamó a un ex camarada “golfo de mierda”; o aquella que en su día pronunció un diputado del PSOE cuando dijo “vamos a tener que empezar a repartir muchas hostias”; o la del otro diputado aragonés que tachó de “gilipollas” a otro diputado, aunque, bien es verdad que luego retiró el improperio con la apostilla de que “ellos insultan por lo bajo y yo digo palabros por arriba”; o la del diputado Joan Tardá, también de ERC, cuando en la sesión del 13 de mayo de 2015 dijo al ministro Wert que era “muy mala persona, muy fanático y un ignorante”. Eso por no hablar del “mariquita, nenaza, puta, basura, vendido, pedazo de mierda” que en enero de 2008 un senador italiano llamado Nino Strano le espetó a su colega de escaño mientras se debatía una moción de confianza presentada por el primer ministro Romano Prodi.
Tras los supuestos citados, planteo ahora mis dudas de ciudadano: ¿Por qué algunos políticos son tan bordes, en el sentido de esquinados o antipáticos? ¿A qué hablar con tanta agresividad después de casi cuarenta años de democracia? ¿Por qué el señor Rufián ofendió tanto y se ofendió tanto? ¿Estará nervioso? ¡Vayan ustedes a saber! El que nace barrigón es inútil que lo fajen, dice el refrán tomado del Martín Fierro de José Hernández.
Reconozco que el parlamento no es, ni ha de serlo, un coro de seráficas voces, pues, entre otras cosas, sus oficiantes no son ángeles. Además, siempre he sido partidario del castellano hablado en cueros. De ahí que este tipo de espectáculos no debía de sorprendernos. Aun así, para el político que nos representa siempre es aconsejable una cierta mesura verbal y creo que, aunque sólo fuera por precaución, debería abstenerse de invadir el predio que Francisco de Quevedo acotó en sus poesías satíricas.
En el Gran Libro de los Insultos de Pancracio Celdrán Gomariz se puede leer que traidor es aquel sujeto “desleal, infiel, falso y ruin que alevosamente va contra los intereses y persona de aquél a quien se debe”; también “malnacido, hipócrita, simulador, delator y chivato que se vende”, para añadir que es uno de los insultos o agravios más fuertes, equivalente a “fementido, desnaturalizado, felón”.
Lejos de mi intención juzgar al señor Rufián. Pero que en un pleno del Congreso de los Diputados, sede de la soberanía nacional, se diga de un partido político que es un “Iscariote”, que “traidores es él único nombre que merecen” o que “los fundadores se revuelven en sus tumbas”, es inaceptable y de ahí la justificada reacción de indignación del diputado Antonio Hernando, portavoz del grupo parlamentario socialista.
Traidor es circunstancia cuyo señalamiento duele al destinatario, salvo que tenga conciencia que lo es, y al señor diputado que hizo uso del denuesto le convendría recordar que bastante desconfianza generan ya los políticos, para que encima vaya de corajudo y llame a sus gremiales colegas lo que les llamó. Me asombra que antes de echar los exabruptos no se hubiera acordado de la norma que recomienda al político que en sus intervenciones públicas utilice un tono respetuoso y deferente tanto hacia cualquier contendiente como hacia la ciudadanía.
O sea, lo que Francisco Umbral pensaba cuando escribía que en España hay políticos que prefieren el insulto al diálogo y la palabrota a la argumentación, lo que viene a coincidir con lo que muchos siglos antes Pericles sostenía al afirmar que “el que no se explica claramente, es lo mismo que si no pensara”. La oratoria es arte muy confuso y, cuando se inflama, recibe el nombre de verborrea, enfermedad difícil de combatir.
Téngase bien presente que en política deben prevalecer las palabras comedidas sobre las palabras insurrectas y no se olvide que el alma de la política es la palabra y el político se cobija en ella y se sirve de ella para expresarse y gobernar, pero jamás debe jugar con ella ni abusar de ella, puesto que puede ser vengativa y tiene mucha memoria.
La democracia es la democracia y la solemne observancia de las reglas del juego se llama liturgia que, más o menos, quiere decir servicio público. Un país democrático está constituido por gente del estado llano y por representantes de los ciudadanos que han de saber hacer artesanía del oficio y de la política. En Inglaterra se les llama commons, comunes. Como Pedro J. Ramírez me comentaba el otro día, no es que en democracia las formas sean muy importantes, es que la democracia son las formas.
El diputado Rufián y quienes le aplaudieron e incluso jalearon darían mejor ejemplo empleando adjetivos constructivos en lugar de epítetos hirientes. Para mí que los padres de la patria o de la comunidad autónoma o del municipio deberían ser elegidos, en primarias, entre personas bien educadas o, lo que es igual, entre hombres y mujeres no propensos a echar los pies por alto a destiempo y antes de tiempo.
Por la boca muere el pez, y por la boca han muerto no pocos políticos, lo cual podría evitarse si en momento preciso se les metiese acíbar en la boca, como en mi infancia se hacía con los niños descarados y lenguaraces. Quizá sea esto lo que necesita el diputado al que dedico estas líneas, aunque no descarto que cuando, sin mayores rodeos ni miramientos, insultó a sus colegas fue porque quienes le tenían que entender le entendían mejor y sobre todo porque de lo que se trataba era de poner a parir al partido político que en ese momento consideraba enemigo.
En fin. Tranquilícense los intranquilos, edúquense los maleducados o, en otro caso, retírense del mundanal ruido de la política. La política es expresión de cultura. El político permanentemente asediado por tentaciones a la ofensa o a la vulgaridad, que viene a ser lo mismo, acaba no teniendo tiempo para pensar y discurrir. A lo mejor este es el caso.
Todos somos lo que somos y valemos lo que valemos en virtud de la palabra. Se me ocurre si la injuria y su hermana mayor, la calumnia, no serán hijas del rencor, nietas del odio y primas hermanas de la necedad y la insidia. Total, una familia de perturbados. Que cada cual se aplique el cuento y si el diputado señor Rufián me permitiera el consejo, le diría que para la próxima vez, antes de insultar al vecino, cuente hasta diez y se meta la lengua en la lengüeta.
Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.