La desatinada propaganda de China sobre la pandemia

Hace apenas un mes, China estaba al centro de la epidemia del coronavirus COVID-19. Cada día se informaba de miles de nuevas infecciones. Los hospitales estaban colapsados. La población moría de a cientos. Nadie podía salir de sus hogares. Pero el draconiano confinamiento ordenado por el gobierno parece haber funcionado: la enfermedad parece ahora bajo control. Y, aparentemente, las autoridades chinas han pasado por alto sus lecciones más básicas.

Para ver esto, vale la pena revisar cómo manejaron la crisis. Tras enterarse de que un nuevo coronavirus había surgido en Wuhan, en la provincia de Hubei, el primer instinto de las autoridades locales fue, como sabemos, suprimir la información. La policía reprendió a quienes dieron señales de alerta, como el doctor Li Wenliang, que a consecuencia de ello falleció a causa de la enfermedad. (La policía de Wuhan ofreció sus disculpas a la familia recientemente).

Esto debería haber motivado a los líderes chinos a ponderar los costes de la censura y reconsiderar el nombramiento de miembros del partido no cualificados en puestos clave de salud pública. El jefe de la Comisión de Salud Provincial de Hubei, despedido durante la crisis, no tenía formación ni experiencia médica en el sector de la sanidad pública.

Es más, algunos otros países, especialmente Singapur y Taiwán, se las arreglaron para contener el brote de COVID-19 sin incurrir en los altos costes que sufrió China cuando puso al menos a 760 millones de chinos en niveles variables de confinamiento residencial. Los líderes chinos deberían dirigir la mirada a estos países para ver una respuesta más inteligente a la crisis.

Pero, lejos de aprender de los errores pasados, las autoridades chinas intentan cubrirlos. A medida que prácticamente toda la economía mundial se va cerrando para contener al virus originado en China y las muertes en Italia –el nuevo epicentro de la pandemia- superan los 7500, el Partido Comunista de China ha puesto al máximo su máquina propagandística. El objetivo: cambiar la narrativa de la crisis del COVID-19.

En casa, esto ha significado alabar el liderazgo del PCC en movilizar al país para “ganar la guerra” al virus. También la propagación en las redes sociales chinas de historias exageradas o derechamente falsas sobre las respuestas “ineptas” de las democracias occidentales a la pandemia.

En el exterior, la máquina propagandística china hace alarde de que las tasas de infección en descenso son la evidencia de que un gobierno centralizado y fuerte es más efectivo que el régimen democrático. Mientras tanto, el gobierno envía ayuda humanitaria –lo que incluye trabajadores sanitarios e insumos médicos- a países muy afectados, como Irán, Italia y Filipinas.

Pero si los líderes chinos esperan utilizar la pandemia de COVID-19 para crear y desarrollar poder blando, muy probablemente se desilusionarán. Para comenzar, el mundo no se olvida del papel que su encubrimiento inicial desempeñó en la propagación del virus.

La visión que prevalece fuera de China hoy es que, si los líderes del país hubieran actuado de inmediato y en forma transparente, la actual pandemia se habría podido evitar. El PCC puede contradecir esa narrativa todo lo que le plazca, pero no puede obligar a los medios internacionales a hacerlo. La propaganda china nunca ha sido muy creíble en el mercado de las ideas; de hecho, la mayoría de los intentos anteriores del PCC de influir sobre la opinión pública internacional han sido un completo fracaso.

Más todavía, pocos sienten la tentación de una estrategia de contención al estilo chino. Cerrar toda la economía le ha costado mucho al país en términos económicos. Se espera que el PIB del primer trimestre caiga en un 9%. Si, como es probable, ocurre una segunda ola de infecciones, repetir esa estrategia lo llevaría a la ruina.

Por supuesto, si esta fuera la única manera de salvar vidas la gente lo aceptaría. Pero Hong Kong, Singapur y Taiwán parecen haber dado con un mejor punto de equilibrio entre la protección de la salud pública y la continuidad de la actividad económica.

Con este telón de fondo, las iniciativas humanitarias de China harán poco por reparar su reputación. Sí, es mejor que no ofrecer ayuda alguna. Pero el país podría hacer muchísimo más para apuntalar la salud pública global, partiendo por compartir las inmensas cantidades de datos y conocimientos que ha reunido sobre el virus.

China podría aumentar la escala de la producción de equipos de protección, especialmente trajes protectores contra materiales peligrosos y mascarillas quirúrgicas. Antes de la pandemia de COVID-19, el país producía la mitad de las mascarillas del planeta, y desde entonces ha multiplicado casi por 12 esa cifra. Si de verdad tienen el virus bajo control, entonces nada le impide donar estos equipos a los países más afectados, que se enfrentan a graves carencias.

En particular, China debería hacer una donación significativa a los Estados Unidos; por ejemplo, mil millones de mascarillas quirúrgicas y un millón de trajes protectores (diez días de suministro para 50.000 trabajadores sanitarios). Un gesto así reduciría las tensiones entre ambos países lo suficiente como para permitirles dar, junto con la Unión Europea y Japón, una respuesta coordinada a la pandemia, lo que incluye medidas para reforzar el sistema financiero mundial y diseñar paquetes de estímulo para evitar una depresión.

Cuando haya pasado finalmente esta pandemia, la gente recordará a China por lo que hizo, no por sus palabras. Puede pasar a la historia como la razón de que se iniciara de crisis del COVID-19, o como una de las razones de que se acabara.

Minxin Pei is Professor of Government at Claremont McKenna College and a non-resident senior fellow at the German Marshall Fund of the United States. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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