Una situación desesperada puede la inclusión, otrora impensable, de ciertos temas en el debate público. En Francia, la idea que ahora se atreve a pronunciar su nombre en público es que el país se hundirá en un malestar económico cada vez más profundo, a menos que recupere su soberanía monetaria.
Dos llamativas declaraciones sobre la política económica por parte de los líderes franceses en las primeras semanas de este año han resaltado la fuerza de esta lógica. En primer lugar, el presidente François Hollande, preocupado por la apreciación del euro frente a otras de las principales monedas del mundo, llamó a fijar metas para el tipo de cambio. Luego, el ministro de economía Pierre Moscovici anunció la posibilidad de que Europa permita a Francia una demora para el cumplimiento de su meta de déficit presupuestario, del 3 % del PBI, exigida a partir de este año según el recientemente ratificado pacto fiscal de la zona del euro.
Estas posiciones implican el deseo de ejercer el poder soberano sobre las reglas y decisiones de la Unión Económica y Monetaria. Allá por 1989-1991, exactamente el mismo motivo subyació a la imposición del euro a Alemania por parte del presidente François Mitterrand –esto es, para aprovechar el poder monetario del Bundesbank en un marco que brindase confianza a Francia respecto de la influencia decisiva que podría ejercer. Como la moneda única fue la condición francesa para aceptar la reunificación alemana, Alemania le siguió el juego. Dos décadas más tarde, el humor germano puede haber cambiado.
La crisis de deuda soberana y bancaria que ha enturbiado la unión monetaria desde 2010 ha expuesto ininterrumpidamente las realidades en juego, ya que las tasas de cambio fijas irrevocablemente encorsetan y profundizan las diferencias en la competitividad de los miembros de la zona del euro. En el caso francés, la pérdida de competitividad y consiguiente brusca disminución de sus exportaciones se ha visto empeorada por una tremenda presión fiscal sobre el empleo para financiar generosos programas de bienestar y servicios públicos de calidad superior (una práctica exacerbada por la sofocante regulación del mercado de trabajo).
En una unión monetaria solo hay dos maneras de cerrar la brecha de competitividad entre países: transferencias desde los países más competitivos hacia los menos competitivos, o una devaluación interna, que implica reducir los salarios reales.
No sorprende que la preferencia haya sido por las transferencias que, hasta el quiebre financiero de 2008, asumieron la forma de créditos transfronterizos del sector privado a los gobiernos y los bancos. Luego del estallido de la burbuja del crédito en 2008, las transferencias fiscales reemplazaron a esos flujos financieros privados, causando un desmedido crecimiento de los déficits presupuestarios. Y ahora, con el gobierno alemán como prestamista en jefe y tomando decisiones sobre las transferencias transfronterizas a los países más débiles de la zona del euro, todas esas transferencias se efectúan a cambio de austeridad (esto es, devaluación interna).
Los rescates del Mecanismo Europeo de Estabilidad representan el ejemplo más claro de esto. El pacto fiscal actualmente obliga a los firmantes a cumplir estrictos objetivos respecto de sus déficits y a implementar ajustes estructurales. Y una mayor austeridad fue una condición fundamental, aún cuando se la haya mencionado menos, para lograr la voluntad declarada del Banco Central Europeo para comprar cantidades ilimitadas de títulos de deuda de corto plazo de los países en problemas.
Hasta ahora, la «bazuca» representada por las «transacciones monetarias directas» del programa del BCE ha logrado el efecto deseado –sin tener que ser usada. Los mercados financieros de la zona del euro se han estabilizado y el euro se apreció respecto del dólar y el yen. Pero, como lo indican las recientes declaraciones de Hollande, la apreciación de la moneda es lo último que necesita un país con baja competitividad, como Francia.
Si bien el gobierno francés, a diferencia de sus contrapartes española e italiana, aún no ha tenido dificultad para financiarse a tasas de interés bajas, la apreciación de la moneda a medida que la economía se desliza hacia una recesión es como combustible sobre una hoguera aún no encendida. A menos que se recupere el crecimiento la deuda pública francesa, ya considerable, aumentará de manera insostenible, elevando el riesgo de una huída de los inversores de los bonos del gobierno francés.
De este aprieto surge la idea, actualmente de moda, de que el mercado de bonos recibiría bien una menor austeridad fiscal, ya que esto impulsaría el crecimiento económico y haría que el nivel de deuda pública pareciera más sostenible en el largo plazo. No sorprende que Moscovici haya comenzado a buscar una «decisión europea colectiva» para relajar los términos del tratado fiscal, dado que el cumplimiento exigiría a Francia masivos recortes adicionales del gasto.
¿Aceptará Alemania un relajamiento tal –o, para el caso, la demanda implícita de Hollande para que el BCE siga el ejemplo japonés y relaje la política monetaria para reducir el tipo de cambio?
A diferencia del Japón (y, por supuesto, de Estados Unidos), Francia, como miembro de una unión monetaria, no puede fijar metas internas unilateralmente. Para evitar el desastre, tiene solo dos opciones: forzar de alguna manera un cambio en la política alemana, o intentarlo por sí sola.
Hay dos razones por las cuales, hasta ahora, la segunda opción –abandonar la unión monetaria– ha sido impensable. La primera tiene que ver con los riesgos económicos y financieros. Dejar al euro puede disparar una crisis bancaria, fuga de capitales, inflación, e incluso tal vez una cesación de pagos de la deuda soberana.
Por otro lado, una mayor competitividad y la erosión del valor real de la deuda rápidamente contrarrestarían esos costos al restaurar la confianza en las perspectivas de la economía francesa. El éxito de esta estrategia, comenzando por la velocidad para recuperar el acceso al financiamiento externo, dependería de la credibilidad de las políticas gubernamentales –monetaria, fiscal y, sobre todo, las radicales e indispensables reformas del lado de la oferta para las que habría entonces margen de maniobra.
El fantasma de un estancamiento económico sostenido y un aumento continuo del desempleo (que afectaría de peor manera a los trabajadores más jóvenes y a los más viejos) debería eliminar el segundo obstáculo geopolítico al abandono francés de la zona del euro. Para las élites francesas desde la Segunda Guerra Mundial, alinearse con Alemania ha sido fundamental para proyectar el poder y la influencia de Francia. Esas ambiciones ahora deben ser sacrificadas en pos del bienestar de la República francesa.
Francia no recuperará su solidez económica si no deja de lado al euro. Incluso durante ese ajuste, no hay motivo por el cual las relaciones con los socios europeos deban sufrir de manera fundamental. Por el contrario, la prosperidad sostenible que resultaría de ese ajuste crearía un cimiento de largo plazo mucho más saludable para continuar en la búsqueda de una «unión cada vez más estrecha» en Europa.
Brigitte Granville is Professor of International Economics and Economic Policy at the School of Business and Management, Queen Mary, University of London. Traducción al español por Leopoldo Gurman.