La deserción política

El pueblo andaluz ha dado las espaldas a los políticos. Éstos le pidieron, con bastante insistencia, que el día 18 todos los andaluces fueran a depositar su voto en las urnas del referéndum. Pero uno de cada tres posibles electores se abstuvo de votar, y sólo uno de cada cuatro apoyó la reforma del Estatuto. Hace pocos meses se dio un espectáculo parecido en Cataluña. Ya tenemos una prueba de que los españoles, sean andaluces o sean catalanes, han desertado de la política. Si una consulta popular se realizase en el resto de España, lo más probable es que llegásemos a la misma conclusión: se ha producido un distanciamiento lamentable entre lo que dicen y proponen los políticos y lo que desean la gran mayoría de los ciudadanos.

Ante la claridad de las cifras de participación en los referéndum últimamente celebrados, no son aceptables ciertas interpretaciones tendentes a desfigurar la realidad. El domingo por la noche las televisiones nos agobiaron con sus valoraciones equívocas. Hay que reconocer rotundamente, por el contrario, que los actuales partidos políticos no movilizan a la gente. Algunos aseguran que desde 1977, poco a poco, los partidos se han convertido en unas «agencias de colocación», generadoras de fieles empleados, en lugar de agrupar a militantes y simpatizantes de unas ideas.

Sea o no acertado un diagnóstico tan áspero y riguroso, lo que nadie pone en cuestión es la presente deserción de la política. En toda sociedad hay un orden fundamental y básico, que el político ha de conocer y tener en cuenta. Allí se sitúan las aspiraciones de los ciudadanos. Allí, en el orden social, también encontramos determinadas preocupaciones, que son las que deben ser prioritarias en los programas políticos. En el supuesto de que en lugar de estas inquietudes generalizadas los políticos se inventen otras (como era, en los casos recientes, un clamor en las calles por la autonomía de las Comunidades) la gente no responde y tenemos la deserción política.

Hace ya bastante tiempo, el 2 de mayo de 1958, escribí un artículo en el desaparecido diario «Ya». Consideraba en él dos clases de deserción política, como son dos las que se registran en los códigos castrenses: una deserción política grave, frente al enemigo, y una deserción política menos grave, la que se lleva a cabo en tiempos de paz.

Es cierto -y en ese artículo lo reconocía- que en bastantes democracias contemporáneas el porcentaje de abstencionistas en las elecciones es muy elevado. En Estados Unidos de América, por ejemplo, cuesta trabajo y mucha propaganda alcanzar el 50 por ciento de votantes en las presidenciales. En Suiza resulta habitual que un 30 por ciento de los ciudadanos se desentienda de la política. Tampoco es muy alto el índice de participación en Italia o en Francia.

Un profesor de Burdeos, Jean-Marie Auby, en una ponencia defendida en las Semanas Sociales de Francia, sostiene que el individuo está ahora desligado de la cosa pública; apenas siente interés por ella. En los regímenes democráticos esa actitud psicológica se pone periódicamente de manifiesto con motivo de las elecciones. En los países donde el voto no es modo normal de expresar opiniones políticas, el individuo hace patente su desconexión de los asuntos públicos con una postura de escepticismo e ironía, en una línea paralela a la inhibición electoral. En ambos tipos de sistemas, en los democráticos y en los monocráticos, se produce -concluye Auby- una peligrosa deserción de la política.

Y por lo que se refiere a Estados Unidos, las estadísticas electorales ponen de manifiesto la escasa participación del pueblo en las votaciones. Los americanos tienden a concentrar sus mejores esfuerzos en la vida privada; después del entusiasmo que despertó el New Deal, ahora desertan otra vez de la política. Adlai Stevenson, entre otros, lo ha denunciado abiertamente: «Nunca en toda mi vida -escribe-, ni aún en los tiempos de Harding y Coolidge, me ha parecido tan generalizado y tan complejo el culto de lo privado... Sin duda en el mundo hay muchos pueblos que quieren más cosas materiales y están dispuestos a conseguirlas. Pero eso no es todo lo que buscan, y les cuesta trabajo descubrir en Estados Unidos miras más amplias que señalen otra cosa que no sea aumentar el índice de consumo privado; sería nuestra finalidad última en la vida, o como la cura que proponemos para todos los males y desdichas del hombre». Y concluye con estas palabras pesimistas: «En suma, en estos tiempos de trastornos sociales y problemas universales, la visión que tenemos de nuestra propia sociedad parece poseer limitada significación social. La despreocupación y el desinterés se ciernen sobre la sociedad más poderosa y rica de la historia. Ni la turbulencia del mundo exterior, ni la molicie y monotonía del ambiente nacional, nos mueve a un mayor esfuerzo vital».

Pero aunque la epidemia se extienda por Europa y por América hay que combatirla. La sociedad de internet, que es la nuestra, requiere una democracia nueva, distinta de la que se defendió bien, en su momento adecuado, hasta los años finales del siglo XX. En la democracia nueva debemos reconsiderar la representación política, que en este momento falla.
Lo que hoy se advierte es más bien una actitud de indiferencia por la política que un enfrentamiento resuelto a ésta o aquella política. Lo advirtió certeramente Adlai Stevenson. Parece como si las antiguas polémicas en torno al destino de la res publica hubiesen dejado de interesar a los ciudadanos. Se traza una línea divisoria: a un lado se colocan los problemas privados, los asuntos particulares, los que solamente se estiman «propios»; al otro, la cosa pública, esa «política» que, con un craso error en la apreciación de las funciones humanas, se deja en manos de unos pocos.

¿No será esto acaso un síntoma de que el Estado de nuestra hora padece una profunda desencarnación, una pérdida de ese basamento humano, de esas voluntades de hombres concretos que día a día, con su renovada adhesión, deben sostenerlo y vivificarlo?

Cuando hace casi 50 años yo me ocupé públicamente de la deserción política tenía en la cabeza, naturalmente, lo que entonces ocurría en España. En un régimen sin libertades era lógico que los ciudadanos responsables no le prestaran adhesión. Sin embargo, no vislumbraba en 1958 que en una democracia -como la que afortunadamente poseemos- la deserción política iba a alcanzar tan elevadas cotas.

La anticonstitucionalidad de los Estatutos de autonomía -los ya aprobados y los que ahora se tramitan- dificulta el entendimiento entre los españoles. Pero los dirigentes y los portavoces de los partidos aseguran que sus sugerencias van triunfando. Es lo que nos dijeron la noche del domingo, día 18, al conocerse los resultados del referéndum andaluz.

Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.