La desgracia francesa

La crisis francesa, como la crisis española, es total. Es perceptible en todos los ámbitos de la vida colectiva y los franceses empiezan a rendirse a la evidencia: su país no sólo se ve inmerso en una crisis financiera y económica; su mal, su desgracia, es mucho más profunda. Y lo es porque la corrupción es muy grave.

Efectivamente el daño también es moral en el sentido de que los valores que sostienen de un modo clásico el vínculo social, la confianza, la solidaridad, se ven afectados. Después del ministro de Presupuestos de Nicolas Sarkozy, Eric Woerth, ha sido el de François Hollande, Jérôme Cahuzac, quien se ha hundido en un caso de corrupción y esta vez sin que haya duda alguna puesto que ha sido él mismo, incluso antes de ser juzgado, quien ha reconocido tener una cuenta bancaria en el extranjero, y por tanto mintió al presidente, a sus colegas ministros y al Parlamento, representante de los ciudadanos.

El problema no es sólo que un individuo haya cometido una falta sino que el sistema haya hecho posible este tipo de faltas. Para que exista corrupción, ciertamente, hacen falta corruptos, pero también condiciones favorables para la corrupción. ¿Dónde están las convicciones, el sentido del bien común en los partidos políticos, cuyos máximos líderes también pueden ser merecedores de los tribunales? ¿Hay que recordar, en el ámbito de la izquierda, el escándalo hecho tras el que suscitó Dominique Strauss-Kahn, involucrado en casos de malas costumbres y de libertinaje?

La izquierda, a la que le gusta presumir de hacer prevalecer los valores morales, hace un pobre papel y no se comporta mucho mejor que la derecha y es la extrema derecha quien se aprovecha políticamente. El Frente Nacional echa las campanas al vuelo. La corrupción es también el signo de la degradación de las costumbres y del sistema político y favorece a los actores políticos antisistema o fuera del sistema.

El daño alcanza también a los medios de comunicación, como lo demuestran dos episodios importantes. El primero se produjo el pasado mes de marzo, cuando Le Nouvel Observateur, el principal semanario de la izquierda en Francia, y Libération, el diario nacido en mayo del 68 y también anclado en la izquierda, hicieron con pocos días de diferencia una portada con una novela de Marcela Yacub, una investigadora del CNRS que escogió, para describir qué es un cerdo, la figura de Dominique Strauss-Kahn, entonces en el centro de la actualidad, afirmando que tuvo una relación con él y publicando una novela en la que algunos críticos han visto una obra literaria de primera magnitud. Que los dos principales medios de la izquierda francesa se involucraran en un asunto basura más propio de los tabloides británicos dice mucho de la degradación de esta prensa. Segundo episodio: el escándalo de la cuenta de Jérôme Cahuzac en Suiza, después en Singapur, fue destapado por un periódico on line, Médiapart, que funciona con el modelo de los muckrackers, los periodistas americanos de comienzos del siglo XX que hurgaban en los cubos de basura para escribir sus artículos. Este periodismo, que seguramente no es el de Albert Londres y que debe mucho a la denuncia, apareció de repente como más eficaz que el periodismo clásico, establecido, que se ha revelado a remolque. La corrupción liga bien con los medios que funcionan en base al escándalo, la demagogia y la denuncia; una y otras se retroalimentan.

La crisis también es intelectual. Los grandes pensadores que hacían de París el centro del mundo no hace ni medio siglo han desaparecido, o casi, y se ha debilitado el atractivo intelectual de Francia. Sartre, Camus, pero también Foucault o Derrida, están muy lejos de nosotros y aparte de Touraine y Morin, hoy de edad avanzada, ¿quién queda en el mundo que todavía esté interesado en el pensamiento francés o la French Theory? ¿Y dónde están las ideas que podrían ayudar a pensar sobre la crisis para salir de ella lo mejor posible transformándola en debates y conflictos intelectuales? La corrupción se acomoda también a las carencias de la vida intelectual.

Evidentemente la crisis francesa también es económica y social y se ha visto agravada por la incapacidad del poder para elegir de modo claro y neto un modelo económico de referencia, una vía o un cabo. Se dice socialdemócrata lo que no es más que un leve encantamiento ya que para ser socialdemócrata el poder político necesita la capacidad de apoyarse en un movimiento obrero poderoso, inencontrable hoy en día. Tardó en tomar auténticas medidas de rigor y, en el momento de tomarlas, duda y se pregunta si no sería mejor tomar otras. Ganó las elecciones del 2012 porque el país ya no quería más ni a la derecha ni a Nicolas Sarkozy pero el país hoy ya no quiere tampoco ni a la izquierda ni a François Hollande y la situación se parece a la de España, donde ni Zapatero ni Rajoy han aportado las respuestas políticas que exige la situación. Pero España responde con contestación social y cultural que podría traer algo de esperanza, con los indignados, mientras que Italia mira de reojo al cómico Beppe Grillo y Francia al Frente Nacional, lo que es mucho peor. La corrupción halla su desarrollo en la debilidad de los actores políticos, sea alimentándose del clientelismo –lo que ocurre en Francia en algunas situaciones locales, especialmente en el sudeste–, sea por la incapacidad de las fuerzas políticas para diseñar un horizonte, proyectos, una visión fuerte.

El suelo parece abrirse bajo los pies de la izquierda, en el centro de una crisis total que no es más que el resultado de un largo periodo, inaugurado hace cerca de cuarenta años, durante el cual se ha instalado el paro (que no existió en los llamados Treinta Gloriosos, los treinta años de posguerra), el cuestionamiento del Estado-providencia, el declive del movimiento obrero, el nacimiento de nuevas sensibilidades culturales, la aparición del islam, la sociedad de la información y de las redes sociales, el auge del individualismo pero también de la cultura del dinero, etcétera.

Francia, como España, no puede esperar mucho de élites incapaces de salir de los viejos modos de pensamiento, apoyados en el modelo de representación política heredada del siglo XIX y demasiado identificados con la descomposición de los años ochenta y noventa como para poder proponer alternativas nuevas y creíbles. El país está dirigido por un poder que no tomará decisiones nuevas espectaculares y que de hecho espera una hipotética recuperación económica venida desde fuera. El pensamiento político se ha convertido en pensamiento mágico. En Francia cada vez se cree menos en Dios y la salvación se espera que venga de un milagro americano o chino que beneficiaría a Europa. Y si la corrupción parece tan inquietante no es necesariamente porque haya más que antes –de hecho, en países como Francia quizá hay menos, si se observa la financiación de los partidos políticos– sino sobre todo porque necesita, para ser combatida, no sólo una apelación a la moral, no sólo discursos que pretendan sustituir la moralización y el odio al dinero por el culto al dinero que ha dominado la vida pública desde los años ochenta, sino un regreso a la acción política vigorosa y solidaria, la definición de proyectos fuertes y claros, la reconstitución de una vía pública en todos los campos.

Michel Wieviorka, sociólogo, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París

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