Mientras usted lee estas líneas en su calma sabatina, los barones regionales del PSOE ultiman su reunión para atar de antemano el comité federal a celebrar los próximos días en donde esperan imponer una fórmula para que Rajoy y el más corrupto partido de nuestra democracia (y mira que hay candidatos al título…) continúen gobernando cuatro años más. O lo que les deje la fronda parlamentaria que se vislumbra…
Con la más que probable decisión socialista de abstenerse en la votación de investidura de Rajoy se culmina el golpe de Estado interno que marca un hito en el proceso de degeneración política del PSOE, el partido más histórico de España. No tanto por su apoyo implícito al PP, anunciador de esa gran coalición a la alemana, tan ansiada por los viejos líderes socialistas (pero no todos, no Borrell por ejemplo), sino por las razones que motivan esa abstención y por la forma en cómo se ha producido el vuelco de la dirección socialista.
Es un gran fraude a los electores, uno más, porque el PSOE en su conjunto fue a las elecciones prometiendo “no es no” y luego resulta que es sí. Si alguien hubiese querido dañar definitivamente la credibilidad de la política, este es el diseño adecuado.
Por negativa que sea la continuidad del Gobierno Rajoy sin rectificación de políticas o hábitos corruptos (Gürtel, Rita), se puede opinar que es un mal menor comparado con la disfuncionalidad de gobernar en funciones. Pero no es esa la razón esencial de la actitud de los barones socialistas. Lo que realmente les motiva es el miedo a unas terceras elecciones en que puedan perder sus escaños y el partido en su conjunto pierda cuotas de poder. Es el triunfo de la estrategia de Rajoy sentándose en la puerta hasta ver pasar el cadáver político de su enemigo Pedro Sánchez, a quien se la tenía jurada. Algunos comentaristas argumentan que el PSOE no tenía otra. En realidad, había una posibilidad de constituir una alternativa sobre la base de los 180 votos que tumbaron el primer intento de investidura.
Y en eso estaba Pedro Sánchez, esperando, además, obtener la abstención de Ciudadanos y el apoyo de Podemos dentro o fuera del Gobierno. Y, naturalmente, la abstención o apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos. Y esta es la segunda razón detrás del golpe de Estado. Se ha creado un autodenominado bloque constitucionalista, que excluye por definición a un tercio del electorado, como si defender el derecho a decidir legal y democráticamente fuese un motivo para denegar la participación en el sistema político. Es, en realidad, un frente anticatalán el que está en la base de la alerta roja que se declaró en el Partido Socialista cuando Sánchez intentó negociar la formación de una alternativa.
Claro que Podemos perdió la oportunidad de configurar esa alternativa en parte por inexperiencia y error político, pero sobre todo porque a Pedro Sánchez le obligaron a pactar primero con Ciudadanos, el partido del Ibex 35 y vanguardia del nacionalismo español. Por eso quiso hacer un último intento de gobierno alternativo, aprovechando la nueva disposición de un Podemos que aprendió la lección. Para lo cual Sánchez tenía que desbordar los límites que le habían fijado sus poderes fácticos. La única forma era dar voz y voto a los militantes del Partido Socialista, mayoritariamente partidarios de una alianza progresista que ya gobierna las principales ciudades. De ahí la idea de un congreso y unas primarias a tiempo para presentar una alternativa.
Y como la posibilidad era real, los caciques meridionales que aún mantienen su poder mediante un clientelismo corrupto decidieron que ya era la hora de decapitar a Pedro Sánchez. Sin debate real, sin dejar que se abriera la decisión a los militantes, preparando la votación de antemano e imponiendo un intimidatorio voto a mano alzada característico de la UGT de las cuencas mineras de donde viene la cabeza visible de la junta (perdón, gestora) golpista. Aquí se acaba la política de ideas y debates estratégicos y surge la realidad descarnada de aparatos de poder cuya prioridad es el poder por el poder. Aunque sea un poder escuálido que va desvaneciéndose conforme la sociedad penetra la política institucional. Sectores socialistas, y muy especialmente el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), han preservado la sensatez, el sentido de la democracia interna y, en último término, su honra.
Y por eso ya se oyen voces para callarlos, por ser catalanes, ergo sospechosos, y resurge el fantasma de la federación catalana del PSOE. Porque los políticos tradicionales saben que cualquier apertura real a la sociedad significa limitar el poder de las oligarquías políticas. Esas son las razones, unas explicitas, otras no, del golpe de Estado conducido por las brigadas acorazadas sureñas con amplio apoyo mediático e internacional.
Incluso a los golpistas les da igual que Podemos se haga hegemónico en la izquierda, porque lo que quieren es moverse al centro y construir un cordón sanitario contra Podemos hasta expulsarlos del sistema institucional y confinarlos a la calle en donde los antidisturbios les tienen ganas. Bien haría Podemos en no caer en la provocación. Por ejemplo, sería un grave error romper alianzas de gobiernos locales y autonómicos por desacuerdos que no sean de la esfera de gestión correspondiente. Precisamente porque una nueva política tiene que construirse desde fuera y dentro del sistema, es esencial ganar legitimidad en una gestión de nuevo tipo.
Podemos tiene la oportunidad de mostrar cómo un debate democrático profundo y respetuoso es una seña de identidad de una política de nueva generación. Y tal vez si persiste esa dinámica en la sociedad, la mayoría socialista que claramente no concuerda con sus patrones tradicionales pueda, mediante debates y congresos, conectar el glorioso pasado del PSOE con el socialismo del siglo XXI.
Manuel Castells