La desigualdad y sus insatisfacciones

La desigualdad y sus insatisfacciones
Spencer Platt/Getty Images

La desigualdad ha captado cada vez más la atención del público en los últimos años y esto se refleja por doquier, desde las encíclicas papales y los mamotretos de economía de socialistas franceses, hasta en los debates técnicos académicos y el lenguaje popular de los políticos y expertos. Los efectos sanitarios y económicos de la pandemia de la COVID-19 han aumentado esas preocupaciones.

Pero, ¿por cuál de los aspectos de la desigualdad debemos preocuparnos? Hay desigualdades de oportunidad y de resultados; hay desigualdad general y en los extremos de la distribución. ¿Debemos preocuparnos más por las posiciones absolutas o relativas, por la movilidad o la estabilidad? ¿Qué es realmente más importante, la distribución de la torta económica o el nivel y crecimiento de la calidad de vida?

Durante las últimas cuatro décadas el nivel de desigualdad se disparó en China, incluso mientras cientos de millones de personas lograban salir de la pobreza más desdichada. Actualmente en Estados Unidos el PBI per cápita disponible es el 50 % mayor que en Dinamarca y Suecia, países menos desiguales, donde los mayores impuestos financian enormes sistemas de bienestar. Entre los estados estadounidenses, California tiene la mayor tasa de pobreza cuando se ajustan los datos por el tamaño de los hogares (un 20% mayor) y el costo de vida (un 15 % mayor).

Además, el consumo y el ingreso disponibles suelen ser mucho menos desiguales a los datos frecuentemente citados sobre los ingresos de mercado. Las mediciones promedio durante períodos prolongados suelen mostrar menos desigualdad, lo que refleja que mucha gente solo es pobre o rica temporalmente. Muchos de mis alumnos universitarios actualmente tienen ingresos bajos, pero casi seguro estarán muy bien más adelante en sus vidas. No sorprende que los perfiles y medidas que relacionan la edad y los ingresos durante el ciclo de acumulación de riqueza a lo largo de la vida muestren una desigualdad considerable en cualquier momento dado del tiempo. Todas las fuentes de datos tienen fortalezas y limitaciones, ya sea el tamaño de la muestra, su frecuencia, la cobertura de los componentes o su comparabilidad (algo especialmente relevante en el caso de los datos internacionales).

Considerando estos factores lo mejor que pude, compilé el siguiente resumen de las principales tendencias de la desigualdad en EE. UU. durante las últimas décadas. Desde cerca de 1980, la prima por habilidades en los salarios creció sustancialmente, mientras que los salarios reales (ajustados por inflación) de los trabajadores con menos habilidades crecieron más lentamente (no confundir esto con una reducción). Aquí se refleja el sesgo de la tecnología hacia la mano de obra capacitada, los efectos negativos de la globalización sobre los asalariados menos capacitados, y la composición de la oferta y la demanda en términos de capacidades laborales.

Durante este período, la desigualdad general aumentó en casi todas las economías avanzadas (aunque hay quienes creen que se revertirá), lo que sugiere que las políticas internas no fueron la causa principal. De manera similar, después de un prolongado período de estabilidad, la participación del trabajo en el ingreso nacional se redujo en todas las principales economías.

Mientras tanto, aunque la movilidad social se mantuvo en niveles considerables, es probable que se haya reducido, incluso en términos intergeneracionales. Los cambios en la distribución salarial se concentraron principalmente en la mitad superior y aunque hubo un aumento relativo en la riqueza en el extremo superior, fue menor al que afirman algunos comentaristas.

De hecho, hubo un enorme aumento en los pagos por transferencias en efectivo y especies. Un sexto de los ingresos de EE. UU. proviene de esos pagos y la proporción en los estados de bienestar de Europa Occidental es aún mayor. Los pasivos por subsidios sin fondos garantizados crecieron hasta alcanzar varias veces a la ya alta deuda nacional.

Aunque la desigualdad en el ingreso disponible (e incluso más en el consumo) continúa siendo sustancial, es mucho menor que la desigualdad en los mercados de ingreso. Cuando se agregan las transferencias y se restan los impuestos, descubrimos que el ingreso en el 1 % superior de EE. UU. cae un tercio, mientras que en el 20 % inferior, se triplica.

Finalmente, hasta hace poco solo se lograron avances limitados para combatir la pobreza, a pesar de las proliferación de la gran cantidad de programas con un costo de 1,2 billones de dólares al año. En los tres años previos a la crisis de la COVID-19, sin embargo, la aceleración del crecimiento económico fue acompañada por una reducción de la pobreza a su menor nivel histórico. El ingreso promedio creció mucho más que en los ocho años previos y los salarios aumentaron más rápidamente en el caso de quienes menos ganaban. Se redujo la brecha en el ingreso entre quienes cuentan con un título universitario y quienes no, al igual que la brecha entre los blancos y las minorías.

¿Dónde nos dejan estas grandes tendencias? Hay una famosa cita del expresidente estadounidense John F. Kennedy: «La marea alta eleva todos los botes». (Más precisamente, la marea alta eleva la mayor parte de los botes y deja la menor cantidad encallada o hundida). En una economía en crecimiento, el bienestar absoluto de quienes están cerca de los extremos superior e inferior está positivamente correlacionado, por lo que las políticas más importantes a seguir son las que fomentan el sólido crecimiento económico y el pleno empleo.

En este contexto, no hay mucho margen para una expansión importante del estado de bienestar sin perjudicar gravemente el crecimiento económico y, con él, la equidad intergeneracional. Cualquier expansión de ese tipo estará limitada por los cada vez mayores pasivos sin fondos garantizados de la Seguridad Social, Medicare y los programas similares estatales y locales, así como los efectos negativos sobre los incentivos de los mayores impuestos explícitos e implícitos (que reflejan la tasa a la cual los beneficiarios pierden beneficios a medida que aumenta su ingreso).

Si se consolidan, modernizan y orientan mejor los programas existentes, EE. UU. podría liberar recursos para asignarlos allí donde son más necesarios. El gobierno federal no necesita 47 programas de capacitación para el empleo en 9 agencias, que cuestan unos 20 000 millones de dólares al año y producen magros resultados. De igual modo, si se reduce el crecimiento del gasto en seguridad social para quienes tienen otros recursos considerables se podría limitar la necesidad de mayores impuestos futuros para alcanzar la meta original del presidente Franklin D. Roosevelt: brindar «un grado de protección [...] contra la vejez aquejada por la pobreza».

Además, las reformas educativas, como una mayor flexibilidad para elegir escuelas y el pago por mérito, podrían aumentar las oportunidades para los niños desfavorecidos. Y cobrar impuestos a una base más amplia de personas y actividades económicas puede permitir que se mantengan las tasas en los niveles más bajos posibles, al tiempo que se financian adecuadamente las funciones necesarias del gobierno.

Aunque en la izquierda y la derecha libertaria hay quienes propugnan un ingreso básico universal, sería mucho mejor simplemente subsidiar los salarios bajos para quienes pueden trabajar. Eso aumentaría el ingreso, brindaría mayores incentivos laborales y daría a más gente la posibilidad de ascender en la pirámide económica que un mandato de salarios mínimos, que deja a la gente fuera del mercado al elevar el precio de la mano de obra y crea dependencia de los programas de bienestar. Aunque los costos directos de los subsidios salariales serían sustanciales, quedarían fuertemente compensados por la reducción en los pagos de los programas existentes.

Es hora de comenzar a aprovechar el poder del mercado en vez del gobierno. Así reemplazaremos la dependencia con oportunidad y movilidad ascendente.

Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H.W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates.

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