La Comisión Europea recientemente difundió medidas largamente esperadas para acercar a los países vecinos del Mediterráneo y la ex Unión Soviética a Europa. El mismo día, otro departamento de la misma Comisión presentó propuestas destinadas a poner fin a los programas de exención de visado para algunos ciudadanos no europeos. A pocos se les pasó por alto la ironía de formular dos planes que apuntaban en direcciones opuestas.
Atraer a los vecinos ha sido durante mucho tiempo una aspiración noble -y una suerte de especialidad europea-. El abrazo de la Unión Europea a las repúblicas post-comunistas en Europa central representó un símbolo muy contundente del alcance de la democracia liberal occidental.
En el vecindario de hoy, donde la expansión de la UE no es una posibilidad, Europa espera apuntalar su presencia abriendo su enorme mercado interno y aumentando la asistencia. De manera crucial, las recientes propuestas de la Comisión incluyen la creación de "sociedades de movilidad" con Túnez, Marruecos y Egipto, destinadas a facilitarle los viajes a la gente de negocios y a los estudiantes locales.
Por el contrario, las restricciones propuestas para el programa de exención de visado incluyen "cláusulas de salvaguarda" que suspenderían temporariamente el acceso al área Schengen de Europa, muy probablemente para quienes provienen de los países de los Balcanes. Se trata de algo bastante polémico: la decisión está motivada por un importante ingreso de buscadores de asilo provenientes de Serbia, que muchas veces esgrimen razones frívolas. Pero la liberalización de la visa ha sido la principal señal concreta de la buena voluntad de Europa hacia este patio trasero abandonado, que sueña con incorporarse a la UE. Más allá de cuál sea el impacto de este plan en la práctica, el mensaje político es claro: ante la duda, Europa está mejor si cierra sus fronteras.
La misma estrategia de dos caras resulta evidente en la respuesta de Europa a la Primavera Árabe. Después de una reacción tibia ante los levantamientos, Europa estaba ansiosa por demostrar su apoyo a los movimientos democráticos en la región. Al mismo tiempo, frente a los barcos llenos de inmigrantes que llegan desde Túnez, se adoptaron algunas medidas bastante drásticas. Una reciente disputa entre Italia (el principal puerto de arribo) y Francia (el principal destino final) derivó en la reimplementación de los controles fronterizos por parte de los franceses.
En una medida no vinculada, Dinamarca hizo lo mismo, con el objetivo ostensible de prevenir el delito transfronterizo. Hay que reconocer que la Comisión Europea también pronunció fuertes llamados para que los estados miembro implementaran mejores prácticas y leyes en el terreno de la migración. Pero existe una clara correlación entre el malestar en el umbral de la UE y el instinto irresistible de Europa de mantener el problema a distancia.
Por una vez, la estupidez no proviene de Bruselas, sino de un creciente número de capitales europeas. El caso de Italia es aleccionador: "tsunami humano" es la frase desafortunada utilizada por funcionarios de altos puestos jerárquicos para advertir sobre la posible inundación de inmigrantes. Pero, ya transcurridos casi seis meses de los levantamientos en el norte de África, la cantidad de arribos a la isla de Lampedusa, al sur de Italia, llegó aproximadamente a 30.000. En comparación, Suecia, con una sexta parte de la población de Italia, aceptó la misma cantidad de buscadores de asilo en 2009. Las autoridades italianas confirman en privado que las cifras actuales no son incontrolables.
El problema para las autoridades italianas, como para los otros gobiernos preocupados por los recientes flujos migratorios, es la presión de los partidos populistas de derecha, que ya no necesitan estar a la defensiva. La defensa de la apertura, la inclusión y la diversidad en las sociedades europeas se ha vuelto mucho más difícil de sostener. No por casualidad, los líderes dominantes, desde la canciller alemana, Angela Merkel, hasta el primer ministro británico, David Cameron, se pusieron a tono con el ánimo actual al definir al multiculturalismo europeo como un fracaso.
Este giro de los acontecimientos tiene un precio. El don de la Europa moderna consistió en vincular la estabilidad a largo plazo con la búsqueda de una integración económica y política cada vez más profunda. Durante el último medio siglo, esto representó la receta revolucionaria de Europa para la paz, y funcionó como una especie de microcosmos de globalización. El flujo cada vez más libre y más rápido de capital, mano de obra, productos e ideas encontró en la UE un modelo y un precursor. El movimiento libre de gente dentro de Europa constituye la característica más tangible de este proyecto visionario.
Un efecto no buscado de las revoluciones árabes es que el vínculo entre seguridad e integración que conforma los cimientos de Europa se está desacoplando. Las ventajas de asociar soberanía y recursos les suenan cada vez más huecas a los europeos corrientes. Desde un punto de vista político, a los gobiernos les resulta más provechoso buscar la seguridad erigiendo barreras administrativas o físicas.
Como indican las campañas electorales en algunos de los países que hoy están debatiendo los controles inmigratorios, esta tendencia probablemente no se revierta en el corto plazo. Pero los europeos no deberían confundirse respecto de las consecuencias. Oponerse a Europa ahora implica no sólo plantarse frente a un gigante no electo en Bruselas, como dirían los euro-escépticos. Tampoco tiene que ver simplemente con cuestionar las fuentes de influencia de Europa en un mundo que cambia rápidamente. Desanudar el nexo entre seguridad e integración significa nada menos que rechazar la fórmula de paz de Europa.
Fabrizio Tassinari, director de estudios de Política Exterior y de la UE en el Instituto Danés para Estudios Internacionales. Es autor de Why Europe Fears its Neighbors.