La desjudicialización y su coste moral

El periodista José María Robles publicó el domingo pasado en nuestro suplemento PAPEL un sensacional reportaje. Así nos han robado la capacidad de concentración, se titulaba, acerca de las consecuencias del uso abusivo de la tecnología social. El divulgador escocés Johann Hari nos dejaba la siguiente cita: «No es casualidad que esta crisis de atención coincida con la peor crisis de la democracia en todo el mundo desde 1930. La democracia requiere foco para poder distinguir la verdad de la mentira». Cuando esa distinción no funciona, no hay ética democrática ni responsabilidad política. Según este razonamiento, el poder intentaría aprovecharse así de una sociedad sin memoria en la que hasta el más intenso de los sentimientos de asombro es tan perecedero como un vídeo en TikTok.

La desjudicialización y su coste moralEse desarrollo de la tolerancia hacia el escándalo y la conciencia de su caducidad perentoria son quizá las condiciones, en las que tan bien cree manejarse Pedro Sánchez, por las que ha sido asimilado con frialdad rutinaria el auto del juez Pablo Llarena en el que renueva la orden de busca y captura de Carles Puigdemont conforme a la reforma del Código Penal que deroga la sedición y, aparentemente, rebaja las penas de malversación.

La resolución, la primera del Tribunal Supremo que aplica la norma, desnuda con la crudeza paralizante de su gélido lenguaje funcionarial el «contexto cercano a la despenalización» al que queda expuesto el país ante futuros asaltos al orden constitucional. Llarena subraya la singularidad española de ese desarme y pone de manifiesto la elevación de la mentira como pilar del Estado. El juez desmonta uno a uno los motivos que da el Gobierno en la propia norma para justificar la evaporación de la sedición: ninguno es cierto.

Lo más grave del auto es la claridad con la que explica que no hay respuesta ya en el Código Penal para impedir «una insurrección institucional orientada a alterar el orden constitucional, sin ninguna llamada a la violencia». El golpe posmoderno, en la afortunada acepción acuñada por Daniel Gascón, de renovada puesta de largo en Brasilia, pero que supera con mucho la mera transgresión del orden público que contempla el nuevo delito de desórdenes tras el que pretendía refugiarse el PSOE. No, no es eso, claro que no.

Así que Sánchez ha despachado por fin como si no hubieran sucedido, sin escrúpulos morales, aquellos días de angustia, de incertidumbre compartida, de fracturas familiares y sociales, del corazón en un puño ante la imagen de los policías apedreados al salir de sus hoteles. La intervención esperanzadora del Rey, la inseguridad jurídica, la inestabilidad económica. Nada existió. El patriotismo constitucional. Tampoco. «La ensoñación fue la nuestra», se lamentaba Arcadi Espada en su nuevo pódcast, Yira Yira. El 1-O no fue nada y también será nada cualquier futuro alzamiento de similar naturaleza. El Estado queda inerme.

El problema para el Gobierno viene en la interpretación que el juez hace de la malversación: la técnica legislativa es tan torpe que Llarena no aplicará la rebaja que tanto coste de opinión pública está representando para Sánchez. Así que no hay desjudicialización que valga. Puigdemont se enfrentará a un máximo de 12 años de cárcel. Se esfuma la posibilidad de que Oriol Junqueras pueda ser rehabilitado. Es decir: que Sánchez sometió al Estado a la inmoralidad de cambiar el Código Penal para desproteger el orden constitucional a petición de quienes lo habían subvertido, a su propio partido al escarnio de favorecer a los corruptos por chantaje de los independentistas, y a estas horas es posible que haya pagado ese precio para nada. ¿Puede soportar esto el PSOE?

Los fiscales del Supremo ya han advertido de que seguirán el mismo criterio que Llarena. Este posicionamiento a su vez condicionará la unidad de acción del Ministerio Público en un procedimiento judicial clave: el que se sigue contra los lugartenientes Josep Maria Jové, el fiel arquitecto del 1-O que anotó cada paso en su Moleskine, y Lluís Salvadó. Se trata de los auténticos ejecutores de la financiación del 1-O: el primero malversó más de dos millones en los gastos del proceso electoral y el segundo, más de uno en la Hacienda catalana.

Una eventual petición de prisión en estas diligencias puede irritar mucho a las bases militantes republicanas, a quienes difícilmente se les podrá vender si eso sucede una «desjudicialización». El lazo que une al PSOE con ERC se mantiene atado por la garantía de impunidad y el independentismo sólo se desinflama mientras se van cumpliendo sus expectativas. Así que pronto tendrá que intervenir el hasta ahora discreto fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, sucesor de Dolores Delgado y antaño meritorio discípulo de Manuel Aragón. Cuanto antes: el viernes se celebra la cumbre con Macron en Barcelona en la que Sánchez quiere proclamar el fin del procés, y el independentismo, Esquerra incluida, ha convocado una manifestación.

El arrollamiento autoritario con el que el PSOE protagonizó diciembre -cuya última etapa exitosa consistió en copar esta semana la presidencia y la vicepresidencia del Tribunal Constitucional- no terminó ahí. Sus consecuencias acaban de empezar: habrá un goteo de peticiones de rebajas de políticos corruptos, y los compromisos judiciales con sus socios independentistas solo podrían lograrse mediante nuevos episodios de tensionamiento institucional que se prologarían durante semanas, hasta las mismas puertas de la campaña electoral.

Todo esto, los ciudadanos no van a olvidarlo.

Joaquín Manso, director de El Mundo.

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