Por Francisco Rodríguez Adrados de las Reales Academias Española y de la Historia (ABC, 03/05/06):
VENGO de Tailandia y Camboya, de visitar templos hinduistas y budistas y recorrer países que se recuperan de pasados horrores. Bien me gustaría hablar sobre los distintos budismos, sobre, en conexión con ellos, el platonismo, el cristianismo y hasta el comunismo. He pensado mucho sobre ello. Pero me reprimo, hablaré una vez más de política (aunque política, al final, lo es todo).
Esos países se recuperan, bajo monarquías modernas, monarquías democráticas, de pasados horrores, ya digo. Prefiero no describirlos. Los traídos por aquellos que, queriendo arreglarlo todo, lo destrozan todo. Crecen estos países, hay respeto, hay una nueva vitalidad. No hay enfrentamientos civiles, todos están contra un pasado espantoso.
Y vuelvo a España. Y leo sobre la añoranza de aquel Paraíso que, dicen, fue la Segunda República. Sobre la memoria histórica: remembranza de los sufrimientos de los republicanos, los crímenes de que fueron víctimas. ¿No habíamos quedado en silenciar todo eso, también los crímenes de los aliados de los gobiernos republicanos? ¿No habíamos llegado a un acuerdo? ¿A qué lleva todo eso sino a abrir la vía a horribles repeticiones? Más que memoria, es desmemoria.
No lo comprendo. Tengo a Rodríguez Zapatero por hombre inteligente y maniobrero. Pero elogiar a la II República no es ni inteligente ni maniobra que lleve a parte sana. ¿Por qué hablan, él y los jóvenes políticos e historiadores progres, de algo que ignoran? No hay nada que me encocore más que cuando nos dan lecciones, en películas, televisiones y periódicos, ellos que ignoran, aunque sólo sea por razón de edad, a los que sabemos (y a los que querrían saber de verdad).
Sabemos demasiado, desgraciadamente, pero también es cosa feliz, pues nos permite ahuyentar espectros, exorcizar el pasado.
La II República es uno de los períodos más negros de la Historia de España. Empezó por un pacto entre republicanos, socialistas y catalanistas, el pacto de San Sebastián, más o menos como ahora. Le acompañó un golpe de Estado, el de Jaca. Ambas cosas, en 1930. Fue otro golpe de Estado el hacer caer la Monarquía por unas elecciones municipales, en 1931. Y hubo un gesto noble: el de Alfonso XIII, renunciar antes que abrir una guerra civil.
Yo era, en 1931, un niño de nueve años, tenía catorce en el 36. Un niño inteligente, decían, disculpen: al menos, sabía ver lo que tenía alrededor. Oía muchas cosas, también a los republicanos y socialistas que nos visitaban. Soy un testigo. Esos otros señores no son testigos, mitifican. Y no aprenden como aprendió, por ejemplo, Felipe González.
Hubo un comienzo de ilusión feliz: siempre recuerdo a mi portera bailando. Ahora, sin los gastos de la Casa Real, íbamos a tener abundancia y felicidad. Se llamaba Lidia, sus hijas Libertad y Marxina, luego María del Carmen y algo así. El hijo murió luchando en las tropas de Franco. A veces son así las cosas.
Los republicanos, Azaña sobre todo, actuaron sin generosidad: la República era suya, pensaban. ¡Tanto elogio de Azaña! Sí, escribía bien, su traducción de «La Biblia en España», de George Borrow, es una delicia. Pero carecía de sentido de la Historia. Sus mítines, como el famoso de la Plaza de Toros de Madrid, eran pura provocación. Las iglesias ardían y él decía que no valían la vida de un republicano. ¡Cuántas se perdieron después! Bien se arrepintió cuando en Barcelona, ya en el 38, llamaba a la concordia, cuando escribía cosas desesperadas en «La velada de Benicarló».
Se unió a los socialistas radicales porque él no tenía votos suficientes. Estos y los catalanistas (a los que había dado un Estatuto supuestamente apaciguador, contra Ortega y Unamuno: comienzo del troceo de España) organizaron la revolución del 34. A él le relegaron al limbo falso de la Presidencia de la República, donde lloraba de impotencia mientras gobernaba el Frente Popular, que convertía a los republicanos liberales en puro residuo.
¿Este es el modelo? ¿Unir revolución e independentismo? ¡Vaya modelo! Provocó una guerra civil.
Yo era un niño, ya digo, en Salamanca, una pequeña ciudad «de derechas». Mi familia era liberal. Veía a los chicos a cantazos con los curas, oía, el 1 de Mayo, a los obreros con pañuelo rojo que cantaban que iban a jugar al billar con la cabeza de Gil Robles. En automóvil no se podía circular porque el Socorro Rojo imponía una contribución. En Andalucía los anarquistas invadían las fincas. En Asturias quemaban iglesias, saqueaban bancos. En Madrid, unos y otros andaban a tiros. Finalmente, guardias de asalto socialistas asesinaron a Calvo Sotelo.
No llevo la cuenta de quién empezó el horror en cada día. De todos modos, no se podía vivir. No había más que dos perspectivas, las dos detestables: la Revolución del Lenin español y el golpe militar. Vino la segunda. Los republicanos liberales acabaron en el exilio. Y España, años y años bajo el franquismo.
¿Este es el modelo? Deberían callar sobre esa malhadada República. No hacer falsa memoria: desmemoria.
Si digo la verdad, solo una cosa admiro de aquella República: su vertiente cultural. Mejoró la enseñanza primaria, en la que mis padres estaban implicados. Era excelente, en líneas generales, la secundaria. Hubo cumbres en la Literatura (aunque la gran poesía es de los años veinte, de la Monarquía). En Humanidades y Ciencias hubo un progreso evidente: se creaban escuelas, cosa que ahora es imposible, antes de formarse los alumnos se van a vagar por el extranjero, vuelven sin aprender gran cosa -y no encuentran trabajo.
En este sentido, solo en este, la República fue un paraíso, continuador del anterior, el monárquico. Fue culturalmente conservadora: en el plan Villalobos había cinco años de Latín. Fue una continuación de lo mejor de la Monarquía.
Pero que no utilicen esto para tapar las otras vergüenzas: es una túnica demasiado corta. Y el desastre total arrastró el de la cultura: la mitad o más de los profesores y estudiosos acabaron en Méjico (suerte para Méjico), hubimos de reconstruirlo todo los que vinimos detrás, que no teníamos culpa de nada (ahora más bien nos silencian).
Los mitos son peligrosos: sustituyen, simplemente, a la verdad. Por ignorancia o por malicia.
Al contemplar el presente y el pasado, vemos similitudes peligrosas. España, tras la Guerra Civil, dio pasos que eran impensables antes. Entre otros terrenos, en el de la cultura, el de la economía, el de la tolerancia. Eso, hasta ayer. Pero ahora vamos de Estatuto en Estatuto, cada cual más peligroso. Partidos independentistas actúan libremente sin respeto a una Constitución que exige, taxativamente, que los partidos la respeten. ETA es un interlocutor. Las blanduras, las permisividades, han traído todo lo que ahora vemos. Y quiera Dios que no veamos más.
¡Cuánto se equivocó en esto Azaña, que bien sufrió por ello en Barcelona, cuando se refugió allí! Hablaban de aldeanismo él y Negrín. ¿Qué dirían ahora? ¿Y qué dirían del PNV, ETA y los demás partidos vascos? Porque Azaña, Negrín, Prieto y los demás, con sus inmensos errores, eran patriotas españoles. Que quede esto claro. Pienso que Zapatero también. Pero cabalga varios tigres y hace surf en una ola muy peligrosa.
La II República española, ese supuesto Paraíso, es el modelo del desastre. El prototipo de unas alianzas antinaturales, de una política, en el mejor de los casos, imposible, en los demás sectaria. Rompió toda posibilidad de concordia: cuando Martínez Barrios, cuya tumba visité el otro día en el cementerio de San Fernando, en Sevilla, la intentó en julio del 36, era ya tarde. Fanatismo y ceguera promovieron fanatismo y ceguera. Y nos ha llevado años y años volver a un estado de civilidad, que ahora vemos en riesgo.
¿Por qué elogian a aquel odioso régimen? Lo más piadoso que merece es el olvido.
Esto pensaba yo en Tailandia. Y esto pienso cada día cuando leo esas declaraciones. Y veo cómo crecen, cada día también, las consecuencias de esos erróneos planteamientos.