La desmemoria que no cesa

En España la memoria histórica brilla por su ausencia. No es ya el olvido sino, como diría Sor Juana Inés de la Cruz, algo peor, la negación de la memoria. Y la memoria histórica que reivindico no es la memoria de ninguna de esas dos Españas que helaban los corazones, sino una memoria que integre la de todos y alumbre nuestro pasado para que nuestro hoy y nuestro mañana sean diferentes.

La Ley de Memoria Histórica es uno de los textos menos leídos y más citados de nuestra legislación. En su exposición de motivos invoca “el espíritu de reconciliación y concordia que guió la Transición”, ese espíritu que da sentido “al modelo constitucional de convivencia más fecundo que hayamos disfrutado nunca”. También manifiesta que ha llegado la hora de que “la democracia española y las generaciones vivas recuperen para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas”. Y, finalmente, establece que esta Ley debe inspirar las políticas públicas dirigidas al conocimiento de nuestra historia.

Leí, hace años, un artículo sobre la memoria histórica del excelente escritor Manuel Rivas, en el que se preguntaba por qué despierta tanta hostilidad la memoria histórica en la derecha española, y reivindicaba una memoria democrática identificada con la búsqueda de los restos de los asesinados por los franquistas. Me lo ha hecho recordar un reciente artículo suyo en el que casi reproduce el anterior.

El autor contrapone la mirada del relato histórico a la memoria literaria, inclinándose por ésta, porque fomenta “lo vivido y lo imaginado”. Esta subordinación del esfuerzo por averiguar la verdad, que conforma la ciencia social de la historia, en favor de lo que califica como “presente recordado”, es peligrosa. En palabras de otra gran escritora, Rosa Montero, “recordar es mentir”, pues “la memoria es un prestidigitador, un mago experto en escamoteos”. Tampoco es defendible que la memoria democrática se reduzca a la búsqueda de los asesinados de un sólo bando.

Pertenezco a la generación que hizo la Transición, y milité siempre en la oposición democrática a la dictadura desde posiciones progresistas. ¿Por qué despierta hostilidad la memoria histórica en un sector de la derecha española?

La república democrática de 1931 se quebró en 1934, cuando una parte de la izquierda española no aceptó el resultado de las elecciones generales y propició un golpe de Estado revolucionario. En 1936, tras el asesinato de Calvo Sotelo, estalló la rebelión militar, y el Gobierno renunció al monopolio de la fuerza armando a los sindicatos y partidos políticos. Esta decisión, que atentó contra la esencia de un Estado de Derecho, tuvo trágicas consecuencias. A partir de ese momento, tanto fascistas y sus compañeros de filas, como socialistas, comunistas y anarquistas, cometieron miles de asesinatos, tantos que es difícil encontrar hoy un español que no tenga en su familia asesinados, incluso de ambos lados, y también, aunque el olvido aquí resulta comprensible, asesinos o cómplices de esos crímenes. Estas masacres generalizadas se complican si recordamos que los anarquistas no sólo fueron asesinados por los fascistas sino también por los comunistas.

Por mi lado, mi abuelo materno tenía 70 años en 1936 cuando fue violentamente sacado de su casa por unos milicianos, ante la despavorida mirada de sus hijos menores de edad, para ser fusilado ante la tapia del cementerio de Aravaca. Pertenecía a una familia liberal que, en el siglo XIX, había conocido el exilio, la persecución y también el fusilamiento con gobiernos absolutistas. Tengo que agradecer a mi madre que no me contara con detalle este suceso, y que apartara de mí cualquier resentimiento. Al morir, ya muy anciana, descubrí entre sus papeles la lista oficial con los nombres de los asesinos, y decidí romperla.

Mi abuelo Marañón, uno de los tres fundadores de la Agrupación al Servicio de la República, cuando murió Calvo Sotelo le escribió a su amigo, y ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo,: “El vil, el infame asesinato de Calvo Sotelo por los guardias de la República, a los que todavía no se ha condenado, por lo que el Gobierno da la sensación de una lenidad increíble, nos sonroja y nos indigna a los que luchamos contra la Monarquía, ... España está avergonzada e indignada... Esto no puede ser. Todos los que estuvimos frente a aquello tenemos que estar frente a lo de hoy... No somos los enemigos del Régimen, sino los que luchamos por traerlo, ni los fascistas, sino los liberales de siempre, y por eso hablamos así ahora”. Meses más tarde, después de haber sido conducido a una checa de la que salió trémulo y sin articular palabra, el gobierno de la República le facilitó, junto a Ramón Menéndez Pidal y a sus respectivas familias, la salida de España porque no estaba en situación de defender sus vidas. Permaneció seis años en el exilio y sus bienes fueron incautados por el Gobierno franquista, que también le despojó de su cátedra universitaria y de su puesto en el Hospital Provincial.

Al terrible período de la Guerra le siguieron casi cuatro décadas de dictadura. Como escribió el poeta “el tiempo engendra décadas … aunque aquella admirable unidad de medida, que Tito Livio usó para narrar la historia de Roma, parece algo desproporcionada para distribuir la vida de cualquiera de nosotros”. En efecto, aquel periodo de tiempo, que cada vez nos parecerá, en términos históricos, más corto, truncó la vida de muchos españoles.

Pese al tiempo transcurrido, parece que aún no se puede hablar de nuestros asesinados y de nuestros asesinos sin una emoción que conlleve la tentación de olvidar a los asesinados y a los asesinos de los otros. Seamos quienes seamos, los unos y los otros. Sin embargo, hay una verdadera urgencia cívica para que los españoles de hoy asumamos por fin los horrores de la guerra civil y de los cuarenta años de dictadura sin separar a unas víctimas de otras, comprendiendo lo que sucede cuando el odio se apodera de nuestra convivencia. Ese odio que ha vuelto a aparecer en Cataluña dividiendo a los catalanes con los mismos sentimientos cainitas que la Transición quiso superar.

La memoria histórica, cuando se aborda fragmentada por los herederos de una de las dos Españas, constituye el mayor obstáculo para que se imponga definitivamente la consigna final de Azaña, “Paz, piedad, perdón”, un olvido que no es desmemoria sino reconciliación.

Gregorio Marañón es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

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