La desobediencia civil

Es frecuente oír hablar alegremente, en los días que corren, de desobediencia civil y de ruptura de la legalidad, que son cosas distintas. Hace tiempo que me ocupé de estos temas y torno ahora sobre ellos, como entonces, basándome en un texto de Hannah Arendt: Sobre la desobediencia civil (1970). En este trabajo, Arendt sostiene que, en principio, la infracción de la ley no puede justificarse por medio de la propia ley. No obstante, se esfuerza por salir de esta contradicción. La primera vía que explora tiene un antecedente ilustre, Sócrates, para quien la desobediencia de la ley sólo se justifica si el infractor está dispuesto a sufrir el correspondiente castigo, lo que a él le llevó hasta la muerte. Pero la aceptación de la cicuta es un recurso extremo. Y tampoco admite Arendt la homologación de la desobediencia civil con la objeción de conciencia, pese a su similitud, pues la objeción es un acto individual mientras que el protagonista de la desobediencia civil es un grupo. Pero es precisamente en este carácter colectivo de la desobediencia civil donde se funda Arendt para intentar justificarla. Este es su pensamiento:

1. La desobediencia civil surge cuando un grupo significativo de ciudadanos se convence de que los canales para conseguir cambios están obturados, o de que el Gobierno persiste en una línea cuya legalidad o constitucionalidad despierta graves dudas.

2. No puede equipararse la desobediencia civil con la criminal, porque hay una gran diferencia entre el criminal que se oculta y el desobediente que desafía la ley a la luz del día. Además, la desobediencia civil es incompatible con la violencia, pues, a diferencia del revolucionario, el desobediente civil acepta la autoridad existente y la legalidad general.

3. Las sociedades modernas están sujetas a un acelerado proceso de cambio, que el derecho legaliza una vez producido, pero que suele ser resultado de acciones extrajurídicas. Ante este cambio, los canales de participación política de los ciudadanos son muchas veces insuficientes. De hecho, el sistema representativo se halla en crisis, en buena parte porque los partidos se han burocratizado.

4. Por esta razón, a la desobediencia civil le corresponde una relevancia creciente en las democracias modernas: constituye una manifestación extrema del derecho del pueblo a asociarse para reclamar al Gobierno o para protestar por sus decisiones.

5. Este derecho a asociarse para disentir tiene su fundamento en el hecho de que la obligación moral de cumplir la ley nace del consenso originario fundacional del Estado, que limita el poder de los ciudadanos y fundamenta el poder del Gobierno, pero que no enerva el derecho de aquellos a participar en las tareas de este.

6. Por tanto, este consenso originario implica el derecho a disentir, por ejemplo, de una guerra que se estima ilegal e inmoral y que se considera promovida mediante un engaño crónico. (El ejemplo es de Arendt, quien se refería a la guerra de Vietnam, pero caben muchos otros).

7. Por consiguiente, la asociación para manifestarse puede llegar a ser el único medio de acción. Lo que significa que la desobediencia civil representa la última forma de asociación voluntaria.

¿Cabe, según esto, hallar un fundamento legal a la desobediencia civil? Arendt lo duda y propone encauzarla mediante su institucionalización política, atribuyendo a las minorías que la practican el mismo reconocimiento que se otorga a los grupos de interés.

En cualquier caso, creo que existe una base firme para distinguir la desobediencia civil de la ruptura de la legalidad. Así, en la desobediencia civil, se desobedece una ley concreta pero se sigue respetando el ordenamiento jurídico en su conjunto y, en consecuencia, se acata la sanción que este impone por aquella desobediencia. Es decir, se incumple la ley pero se paga por ello. Por el contrario, la ruptura de la legalidad no se constriñe a una norma concreta sino que rechaza todo el sistema jurídico (también la sanción por la ruptura), lo que implica un acto de franca subversión revolucionaria que abre la puerta a una confrontación abierta con el adversario, que ya no se resolverá con arreglo a derecho sino a resultas de la dialéctica de las fuerzas en presencia. En consecuencia, triunfará al fin quien disponga de más fuerza en aquel momento. Es, por tanto, extremadamente grave la decisión de romper la legalidad, ya que la civilización es una corteza muy fina y sutil, obra de siglos, que cuesta ímprobos esfuerzos tejer pero que se volatiliza casi sin sentir.

Así las cosas, quizá haya llegado el momento de recordarles a cuantos hoy apuestan en Catalunya por tirar pel dret rompiendo la legalidad existente, es decir, a los políticos movidos por urgencias históricas y ansias de inmortalidad, a los intelectuales que por dominar cuatro ideas hacen tabla rasa de la complejidad de los temas que tratan y a los periodistas que aspiran a crear doctrina más que a informar, algo que don Eugeni d’Ors i Rovira sintetizó con una afortunada frase: “Joven, los experimentos con gaseosa”.

Juan-José López Burniol

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