La destrucción del derecho

Entre los síntomas de la profunda crisis espiritual y moral que padecemos se encuentra la pérdida del sentido jurídico, el desprecio del derecho, la renuncia a la herencia romana. El derecho agoniza asediado por la falsa ideología y la mala política. En España, y no sólo en ella, asistimos a la demolición del derecho.

Empezando por la Constitución. Todo el «proceso» catalán y el golpe de Estado, sólo en apariencia fallido, y la reacción del Gobierno, constituyen un ataque contra la Constitución. El «derecho» de autodeterminación, que invocan los separatistas, no sólo es anticonstitucional, sino que se opone a la unidad nacional en la que se fundamenta la Constitución. Para ampararlo habría no ya que modificar la Constitución sino destruirla.

Sería necesario un proceso constituyente. Pero aunque el objetivo fuera ese, salvo que se optara por la vía revolucionaria, el único procedimiento posible sería la elaboración de una nueva Constitución. Como, al menos de momento, no parece ese el caso, ¿qué negocian el Gobierno español y el autonómico catalán como si de dos estados se tratara? Porque si una parte exige la autodeterminación, la otra debería constatar que es legalmente imposible dentro del vigente ordenamiento constitucional. Más aún cuando los separatistas no admiten ninguna otra solución al «conflicto». ¿Qué se puede negociar cuando una parte ofrece una posición innegociable que, además, es inconstitucional? ¿Qué diálogo es ese en el que quien vulnera la ley afirma que no va a ceder? Los separatistas no negocian; pretenden imponerse al margen de la ley, como forajidos. Resulta evidente que los negociadores proclaman la quiebra del imperio de la ley. La ley, dicen, no basta. Al parecer, sobra. Es, dicen, la hora de la política. Será de la política del chanchullo y el mercadeo. Se oponen, así, la política y la ley. Vamos entonces hacia una política fuera de la ley, hacia una política forajida. La política no consiste ya en la búsqueda de la justicia sino en el trapicheo al margen de la ley. Cambalache jurídico. Es la muerte del derecho. El derecho se convierte en un estorbo, en algo molesto que dificulta la acción política, y los jueces en un enojoso obstáculo (a menos que sean adictos al «nuevo régimen»). Y se clama contra la «judicialización» de la política. Claro, quieren una política de manos libres, libres del derecho y de la justicia. Es la vía totalitaria hacia la extinción del derecho.

Lo sucedido durante la pandemia, por lo demás no extinta, confirma el diagnóstico. El derecho ha sufrido la peor cuarentena. Los derechos cercenados y el derecho escarnecido. El último episodio de la defunción del derecho: la libertad de los golpistas sediciosos.

Difunto Montesquieu, la cosa resulta más fácil. Para qué dividir el poder si gobierna el pueblo. Para qué limitar el poder si gobernamos nosotros. Ya no es necesario que el poder frene al poder. ¿Qué sentido tiene frenar al pueblo? El camino hacia el absolutismo y el totalitarismo queda abierto. Los jueces deben quedar sometidos al gobierno popular. Y el Parlamento y el Gobierno son la misma cosa. Los jueces no pueden controlar la acción del Gobierno. «Judicialización» de la política. Como si el poder judicial no fuera un poder político… El objetivo es una política sin jueces, es decir, una política sin justicia, contra la justicia. Decisionismo político. Carl Schmitt. Nazis y comunistas juntos, codo con codo. La justicia es un estorbo para la «voluntad popular». Pero la supresión de la división de poderes y del control judicial de la acción del Gobierno entrañan la quiebra del Estado de derecho y, con él, del propio derecho.

Sin un poder judicial libre de intromisiones del Gobierno no hay justicia ni libertad. Tocqueville pensaba que el poder judicial era una de las barreras fundamentales para evitar que la democracia se deslizara hacia el despotismo. Así lo entendieron los fundadores de los Estados Unidos. El poder de los jueces americanos procede del derecho que tienen reconocido a fundamentar sus decisiones directamente sobre la Constitución y, por lo tanto, en el derecho a no aplicar las leyes que consideren inconstitucionales. Es un poder inmenso pero no arbitrario ni absoluto. La última palabra la tiene el Tribunal Supremo Federal. Pero lo que nunca podrán ni el presidente ni las Cámaras es inmiscuirse en el ejercicio de la función jurisdiccional. Por el contrario, son los jueces quienes controlan y limitan el poder del Gobierno y del Parlamento. El sistema tiene inconvenientes pero tiene más ventajas que inconvenientes, sobre todo para la defensa de la libertad y de los derechos. Afirma Tocqueville que «ningún pueblo ha constituido un poder judicial tan inmenso». Además, sus funciones le hacen especialmente apto para defender la libertad.

El Gobierno actual abandona la senda del derecho romano clásico y abraza la teoría del uso alternativo del derecho, que no es sino su sometimiento a los intereses del poder. Nada queda hoy de aquellas sabias palabras del jurista Ulpiano con las que comienza el Digesto: «Cualquiera que intente estudiar el derecho (ius), tendrá que saber primero de dónde se deriva la palabra ius. Se llamó ius, de justicia, pues de acuerdo con la acertada definición de Celso, el derecho es el arte de lo bueno y lo justo. Debido a esto se nos puede muy bien llamar sacerdotes, porque nosotros rendimos culto a la justicia, tenemos conocimiento de lo que es bueno y justo, separamos lo justo de lo injusto, discriminamos entre lo que está permitido y lo que no está permitido, con el propósito de hacer buenos a los hombres, no sólo por temor al castigo, sino también por el estímulo de la recompensa. Aspiramos, a menos que yo esté equivocado, a una verdadera filosofía, no a una filosofía aparente».

Ahora parece que se trata de someter a los hombres, apoderándose de sus conciencias y negando el derecho de cada persona a defender sus convicciones. Ya no queda nada de «la majestad de las leyes» (Tocqueville). El derecho agoniza, si es que aún tiene un hilo de vida entre nosotros. Y hay que recordar, con Ortega y Gasset, que «la destrucción del derecho no puede producir sino el envilecimiento del hombre».

Ignacio Sánchez Cámara es Catedrático de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos.

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