La destrucción del Estado

El procés, según las recientes sentencias del Tribunal Constitucional sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución, es «el resultado de un comportamiento flagrante, manifiesto, contumaz y deliberado de los máximos poderes de la comunidad autónoma de Cataluña» que transgredió el «imperio de la Constitución como norma suprema, declarado expresamente por su art. 9.1, [que] trae causa de que la Constitución misma es fruto de la determinación de la nación soberana por medio de un sujeto unitario, el pueblo español, en el que reside aquella soberanía y del que emanan, por ello, los poderes de un Estado» (art. 1.2 CE). «Y se atentó también contra el interés general de España en cuanto se discutió la preservación misma del Estado español, intentando cuestionar su unidad e integridad territorial y constitucional.

Se comprende sin dificultad la calificación del fiscal Zaragoza, cuando afirmó en el informe final del juicio del 1-O que el procés fue un «golpe de Estado»: «Lo que sucedió en Cataluña entre marzo de 2015 y octubre de 2017 (...) es lo que, en la terminología de Hans Kelsen, ese ilustre jurista austriaco que tuvo que huir en los años treinta a Estados Unidos ante el auge del nazismo, se llama golpe de Estado: la sustitución de un régimen jurídico por otro por medios ilegales».

Sin embargo, aun cuando la categorización del procés como «golpe de Estado» es acertada, constituiría un error entender que aquel se circunscribe solo a lo acontecido en el periodo que culmina con las aludidas sentencias del Tribunal Constitucional y la esperada sentencia del Tribunal Supremo sobre algunos de sus responsables. La denominación de procés, además de un éxito de la habitual brillantez periodística para resumir en una palabra o sintagma un hecho complejo, responde atinadamente a la esencia que subyace en el término, esto es, se trata de un proceso, un movimiento de poder y social en marcha, y, por ello mismo, no ha terminado, sino que vive el actual frente judicial ordinario, constitucional y comunitario adverso, como una parte más de una conspiración incesante, irreductible, inextinguible, destinada a imperar sobre los españoles, a quienes debe expulsar de Cataluña -de la que se ha apropiado conceptualmente- tras su segregación del resto de España. Esta comprensión de lo acontecido como una «fase» del procés es más perceptible por cuanto sus ideólogos, líderes y agitadores disfrutan de las facilidades que ofrece el enconado enfrentamiento de los demás actores políticos, que debilita profundamente el factor esencial de la dirección política del Estado y la comunidad nacional (Crisafulli, Mortati, De Vergottini).

La gravísima crisis generada en España por el procés o nuevo intento de secesión organizado e impulsado desde las instituciones autonómicas y ciertas entidades sociales catalanas no sólo ha dejado en evidencia las disfunciones y carencias de la organización territorial del poder del Estado, sino que ha mostrado la fragilidad de nuestra democracia, amenazada precisamente por muchos de quienes deberían liderar las soluciones; pero que deambulan por los caminos de la desfachatez y la irresponsabilidad, actuando sin vergüenza, ni pudor como genuinos demagogos, que «no son políticos, sino sediciosos, los cuales, siendo promotores de las más torpes alucinaciones, resultan ellos mismos los alucinados, los más burdos imitadores, los embaucadores más vulgares, sofistas entre los sofistas» (Platón, «Político», 303c).

Con ser gravísimo lo dicho, no es menos desolador constatar también que el secesionismo catalán, empoderado en estos cuarenta años de «Estado social y democrático de Derecho» descentralizado en España y desatado en los últimos años contra el Estado constitucional que lo ha reconocido y amparado por voluntad del pueblo español, se funda en la dialéctica amigo-enemigo (exterminio del adversario e imposibilidad de toda reconciliación como norma de acción política) y en la legitimidad plebiscitaria o aclamatio populista («la actitud del presidente de la Generalitat, de su Gobierno y del Parlamento fue de reafirmación en su comportamiento y en las consecuencias de sus actuaciones inconstitucionales para dar efectividad al mentado “mandato democrático”» [STC 89/2019]).

Carl Schmitt construyó la doctrina política del amigo-enemigo ya en 1932, y a ella confluyen la «dictadura del proletariado» aplicada por Lenin y Stalin, y los regímenes marxistas en general; el anarquismo de Proudhon y Bakunin; las «Reflexiones sobre la violencia», de Sorel; las ideas contrarrevolucionarias de Bonald, De Maistre y Donoso Cortés. También, para Schmitt, la «legitimidad plebiscitaria es la única especie de justificación estatal que hoy debe reconocerse en general como válida, el único sistema de justificación reconocido que queda», al margen de los principios y reglas del Estado constitucional.

Todo esto condujo -y conduce siempre- al Estado totalitario, de implicaciones y consecuencias más terroríficas y aniquiladoras que cualquier forma de Estado y, por supuesto, del Estado constitucional, el único que, pese a sus imperfecciones, garantiza la igualdad, la libertad y el sufragio universal de los ciudadanos, y el dogma de la dignidad humana de toda persona por el hecho de serlo, origen de los derechos fundamentales, por medio del imperio de la ley, fruto de la voluntad de la mayoría teniendo en cuenta a la minoría, bajo la Constitución aprobada por el pueblo soberano.

Daniel Berzosa, profesor de Derecho Constitucional y abogado.

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