En pocos días del mes de mayo de este año el Gobierno socialista echó por la borda el programa de política económica y social con el que había ganado las elecciones del 2008 y puso en marcha medidas draconianas para evitar que los inversores dejaran de comprar deuda española. Hoy, cuando no han pasado ni seis meses, las dudas sobre nuestra deuda, pública y privada, han vuelto a instalarse en los mercados y no parece que vayan a desaparecer a corto plazo, sino que incluso pueden agravarse.
Una conclusión inmediata se desprende de lo anterior: la de que el sacrificio que dichas decisiones han supuesto para tantos millones de ciudadanos, así como el fuerte coste electoral que los socialistas han pagado por ello, no han valido para mucho. Y lo peor es que es muy posible que el terremoto financiero que en estos días sacude a los mercados financieros europeos termine obligando a nuestro Gobierno a dar nuevas pruebas de nuestra solvencia. Es decir, a anunciar nuevos recortes.
Hasta el momento, España sigue colocando deuda pública. Al menos el Estado central, que las autonomías lo tienen mucho más crudo. Y no digamos los ayuntamientos. Pero, para lograrlo, ahora el Tesoro Público está teniendo que pagar el mismo interés record que se alcanzó en los peores momentos de la crisis de mayo. Desde mediados de octubre, la diferencia entre la prima del bono español a 10 años y su homólogo alemán ha subido desde los 170 puntos básicos hasta casi los 220.
Esos 50 puntos básicos de diferencia son muchos cientos de millones de euros: en pocos días los mercados se han llevado un pellizco no pequeño del ahorro que supusieron las duras medidas de austeridad. Pero parece que quieren más. Y si algo no lo remedia, habrá que dárselo: porque la prioridad de cualquier Gobierno, y más del español, es seguir colocando deuda pública, aunque solo sea para refinanciar la del pasado.
Los especialistas internacionales debaten las causas de esta nueva, y para muchos aún incipiente, crisis de la deuda de los estados. Se barajan unas cuantas: el colapso de los bancos irlandeses y la difícil situación en que ha quedado el tesoro público de ese país tras acudir en su ayuda, la recesión que sufre la economía portuguesa, el anuncio de que los gobiernos de Alemania y de Francia participarán en el rescate de países de la zona euro en dificultades solo si también lo hacen las entidades financieras de esos mismos países y también la decisión norteamericana de inyectar 600.000 millones de dólares en su economía.
Pero por encima de todos esos motivos, hay otro que explica su incidencia y que multiplica sus efectos: la actitud casi histérica -varios especialistas utilizan ese término- que en estos momentos dicta los movimientos de los inversores en los mercados internacionales. Porque tienen demasiado dinero comprometido -el mercado de derivados, el de la especulación pura y dura, asciende a 600 billones de dólares, 10 veces más que el PIB de todo el mundo-, y porque no se fían de nada ni de nadie y están dispuestos a arrasar con lo que sea con tal de evitar que se hundan sus carteras.
Una vez más, los gobiernos están al socaire de lo que se decida en ese mundo. Y cada uno de ellos trata de que su país salga lo menos malparado posible. El citado anuncio franco-alemán es una clara expresión de ello. Los mercados lo han interpretado en dos sentidos igualmente negativos para nuestros intereses: uno, que ni París ni Berlín están dispuestos a nuevos grandes compromisos para salvar a los socios más débiles de la eurozona; dos, que temen que lo peor se produzca en alguno de ellos. Más de un analista ha vislumbrado una tercera intención, la de que Alemania ya piensa en una zona euro dividida en partes: en una de ellas estarían solo los países más golpeados por la crisis financiera. Ese escenario sería espantoso para los intereses españoles, pero no es descartable.
A la luz de todos esos elementos, hipótesis y rumores, el debate político español aparece aún más patético. Y particularmente la actuación de la oposición. El miércoles, Cristóbal Montoro superó todos los límites diciendo que los mercados golpean a España porque no les ha gustado el cambio de Gobierno, cuando los analistas internacionales ni saben de qué va eso y sí subrayan, día tras día, el paro del 20%, el retraso en la fusión de las cajas o la sospecha de que los índices reales de morosidad de nuestro sistema financiero pueden ser casi el doble de lo que se dice.
Nada indica que los dirigentes del PP vayan a cambiar de actitud. Están convencidos de que lo que están haciendo les conviene. Pero entre muchos empresarios que les votan, algunos muy importantes, se extiende el convencimiento de que Rajoy tendría que hacer algo más, aunque no le guste. Concretamente, y antes de que sea demasiado tarde, firmar un pacto con el PSOE a fin de que el Gobierno no tenga que tomar en solitario las duras decisiones a las que podría estar abocado. Porque no se puede pedir a Zapatero que se suicide políticamente. Y en estos momentos, además, convocar unas elecciones anticipadas sería un desastre para nuestra economía.
Carlos Elordi, periodista.