La dictablandita

El ingenio español ideó la palabra “dictablanda” para denominar una etapa bien peculiar de nuestra Historia. Duró año y pico: desde la caída del dictador Miguel Primo de Rivera, en enero de 1930, hasta la proclamación de la II República española, dos abriles más tarde.

Hablamos de un periodo en que ni proseguía incólume el autoritarismo anterior ni se habían restablecido todas las libertades; un periodo en que gobernaron dos militares (Berenguer y Aznar) sin Constitución, pero intentando retomarla; un periodo que aún no era democracia, pero tampoco la dicta-dura de antes: dicta-blanda. Desde entonces se usa ese juego de palabras para todo régimen autoritario que se contiene un tanto a la hora de tiranizar.

Aunque la Historia nos enseñe cosas como las recién señaladas, también resulta ser a veces una maestra un tanto engañosa. Tomemos el vocablo mismo “dictadura”. No solo por acabar en -dura, sino por las imágenes que a menudo evoca en nosotros (desfiles militares, exhibiciones de brío varonil, discursos de verbo rotundo…), imágenes muchas veces procedentes de los años 20-40 del pasado siglo, tal palabra tiende a suscitarnos sensaciones asociadas a la fuerza, la severidad, la crueldad incluso.

Para muchos de nuestros jóvenes estudiantes, “dictatorial” viene a ser sinónimo de “contundente”. Con lo que cualquier cosa blanda, pequeña y suave como el algodón queda exenta, por el contrario, de cualquier viso semejante. Los déspotas del pasado eran todo lo contrario de un peluche; de donde se deduce que cualquier cosa que se parezca en nuestros días a un peluche podrá gustarnos o no, pero jamás cabrá considerarla tiránica de verdad.

Esta manera de pensar (bastante fofa ella misma, pero hoy exitosa en la vieja Europa) es conocida por cualquier gobernante que aspire a acumular poder. Es decir, quizá por cualquiera de nuestros gobernantes.

Parecería que mientras no exhibas la aspereza de un Trump o la brusquedad de un Salvini, mientras no tires de exabruptos como Bolsonaro o del desparpajo de un Boris Johnson, estás inmune a cualquier sospecha de autoritarismo.

Mientras no exhibas la aspereza de un Trump o la brusquedad de un Salvini estás libre de sospecha de autoritarismo

Los tipos duros no bailan al son de la democracia; mientras que los seguidores de “la nueva masculinidad”, esos políticos que ves dando el biberón a su bebé o acompañando a su esposa a las rebajas, resultan tan inofensivos como un sonajero. ¿Por qué preocuparse de ellos?

Solo personajes aviesos, malsanamente desconfiados, podrían poner algún pero a entregar a tan encantadores yernos más y más poder. No digamos ya si el político es una mujer, cuyo sexo es prueba por sí sola de ternura, salvo que incurra (Thatcher, Aguirre, Ayuso) en golpes de hierro al acolchonamiento general.

Mientras describo estas cosas quizá al amigo lector le haya venido a la mente la figura de Manuela Carmena, cuya promesa electoral consistió en “llenar Madrid de magdalenas”. O tal vez haya recordado la campaña que de reciente inunda el Twitter y el Facebook más malasañero: esa que nos presenta a Fernando Simón como un personaje entrañable, paternal, diríamos incluso que cariñoso (si hablar de científicos cariñosos no evocara roces en el laboratorio constitutivos de acoso laboral).

Las más entusiastas fans de su figura han llegado a proponer incluso que sea él quien pronuncie en la tele el próximo discurso oficial de Navidad: y es que hay algo de navideño en mirar la política de esta forma.

Con todo, la cosa viene de algo más lejos. Ya en 2003 el trotskista francés Olivier Besancenot aseveraba, en su libro Revolución: 100 palabras para cambiar el mundo: “Los sentimientos han elegido nuestro campo. Amar es compartir. Hacer la revolución también. La revolución es lo contrario de la violencia, un afectuoso compromiso. Responde a la aventura colectiva latente en cada uno de nosotros. Es un principio de vida”.

Cualquiera que compare tan bondadosas palabras con los llamamientos de Lenin “a considerar el Terror desde una perspectiva más amplia” porque, siempre según él, “un buen comunista es igualmente un buen chequista”, entenderá enseguida a qué nos estamos refiriendo. Hoy todo proyecto extremista debe cubrirse de seda cuando antes se vestía de uniforme. Hoy debes repartir magdalenas donde antes repartías tortas.

Se cumplirá así el sueño de todo tirano. No solo librarse de cualquier sospecha de déspota, sino ser amado

En realidad, todo esto surge de un malentendido. Si los déspotas del pasado se prodigaron en paradas militares, sentimentalismo marcial o puñetazos sobre la mesa no fue tanto porque esas cosas pertenezcan a la esencia de lo autoritario, sino porque era eso lo que apreciaban las gentes de aquellas épocas, adoradoras aún de cierto ideal varonil. Los dictadores se vistieron, en realidad, del traje de moda en su día (ya advirtió Platón que nadie es más esclavo de la opinión ajena que el tirano).

Pero hoy, que han cambiado las modas, nada les impide mudar de hábito. Si hoy gustan telas vaporosas, colores infantiles y blandura aterciopelada, tengamos por seguro que cualquier tiranuelo tendrá pocos reparos en acicalarse así. Antes se llevaban los padres autoritarios (recordemos a Theodor W. Adorno) y por eso el mandamás se mostraba autoritario; hoy triunfan los padres afectuosos y afables, de modo que quien quiera dominarnos se fingirá así.

En su novela 1984 George Orwell previó ya algo de todo esto: nuestro sumo gobernante se presentaría como un hermano, como uno de nosotros, solo que más grande (Big Brother), y por tanto capaz de un amor mayor. Así de hecho se llamaría uno de sus ministerios, el del Amor, que acompañaría a otros de nombre igualmente entrañable: Ministerio de la Paz o Ministerio de la Abundancia. Cómo oponerse uno a las medidas emanadas de entes tan benévolos.

Con todo, Orwell vivía aún demasiado cerca del totalitarismo de mediados del siglo XX como para prever el carácter aún más tierno que exhibirían nuestros autoritarios presentes. De hecho, ni siquiera el término “dictablanda”, con que hemos empezado, refleja bien lo que hoy nos ronda. Por eso propongo hablar más bien de una “dictablandita”, en que políticos solo preocupados por nuestro bien y nuestra salud, de aspecto lánguido y dulce, sin una mala palabra, pero tampoco una buena obra, están al acecho de nuestras libertades. Y en que cualquiera que ose levantarse contra ellos será tildado de poco amoroso, de cruel con los peluches, de autoritario o incluso mortífero por atreverse a ser contundente. Ya son ganas de protestar.

Se cumplirá así el sueño de todo tirano. No solo librarse de cualquier sospecha de déspota, sino ser amado cual papasito magnánimo. No solo oprimir a sus gobernados, sino que estos deploren como molestos autoritarios a quienes se quejan de su yugo (con gritos un tanto estridentes, eso sí que es cierto). Porque, mira que somos raros, algunos no queremos ni magdalenas ni amor ni felicitaciones navideñas del Gobierno: solo queremos libertad.

Miguel Ángel Quintana Paz es profesor de Ética y Filosofía Social en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.

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