La dictadura de la transparencia

La revelación por Wikileaks de miles de correos, mensajes y cambios de impresiones que deberían haber permanecido secretos hasta la apertura de los archivos por los historiadores plantea, una vez más, el problema de la transparencia.

Desde que internet se ha apropiado de la facultad de divulgarlo todo sin que importe el qué, piratas superdotados se permiten dárselas de nuevos Robin de los Bosques de una globalización alternativa que, como mínimo, resulta sospechosa, consistente en hacer creer a los internautas que todos los Estados del mundo han organizado una enorme conspiración con la intención de esclavizar a los pobres ciudadanos. Estos se convertirían así en las víctimas inconscientes de unos poderes oscuros y antidemocráticos fundados sobre el imperio del crimen y de la corrupción.

Esta es la idea fija en la mente de ese extraño pirata informático australiano, Julian Assange, que se cree un benefactor de la humanidad justo cuando está perseguido por la justicia sueca (es posible que sin razón) en el marco de una investigación por violación y agresión sexual. Assange se esconde en algún lugar de Gran Bretaña y no se comunica con el resto del mundo salvo por intermedio de un servicio de mensajería codificada. «Es mi hijo y le quiero», ha declarado su madre a la cadena austaliana de televisión ABC.

Este pirata informático habrá podido ocupar en internet tanto el lugar de un héroe planetario como el de un sospechoso adorado por su mamá, pero helo aquí convertido en presa de sus propias maquinaciones, puesto que sus discípulos le han empezado a dar la espalda. Le reprochan el haberse comprometido con la prensa internacional (El País, Le Monde, Der Spiegel, The New York Times, The Guardian), el haber aceptado que hagan una selección de los documentos, el haber permitido que controlen las revelaciones que se contienen en ellos.

Dicho con otras palabras, el regador ha salido regado. Después de haber hecho temblar el mundo de los poderosos, acaba acusado por sus propios seguidores, más extremistas que él, de haberse conducido como un dictador y de haber roto el pacto de la transparencia absoluta. El proyecto de Herbert Snorrason, un estudiante islandés de 25 años, jefe de filas de quienes se oponen a Assange, descansa sobre la voluntad de ir mucho más allá, incluso, en la organización de las revelaciones.

«Nuestro deseo es que la estructura de la organización del proyecto sea lo más abierta posible -ha manifestado-. No tenemos ninguna intención de que el control esté en poder de una sola persona sino de que más bien la mayoría de las personas implicadas participen en todas las decisiones. Queremos que esto sea transparente».

Esta intención de ir más allá se basa en una lógica conocida: un grupúsculo se escinde para generar un nuevo grupúsculo que, a su vez, se escinde. En este caso el problema es que el proceso de revelación no se limita a un ajuste de cuentas entre un maestro arrebatado por una locura conspiratoria y unos seguidores incondicionales poseídos por un fantasma de destitución de una jefatura que les sale rana. Por una parte queda claro que los gobernantes son víctimas de la misma dictadura de la transparencia que afecta a la vida privada de los ciudadanos (y que sólo la ley puede proteger) y, por otra, que los medios de comunicación han llegado a ser tan poderosos como ellos en la gestión de los asuntos mundiales.

La decisión de revelar tal o cual archivo determinado en lugar de tal o cual otro ha sido, ya se sabe, objeto de una negociación: entre los piratas y la prensa y, acto seguido, entre ésta y los gobernantes. En esta jugada a tres bandas, los primeros son los ladrones de los archivos, los segundos son los que imponen una selección en nombre de una deontología que es la suya y los terceros son los que negocian con los segundos para seguir siendo los dueños de un acontecimiento que no controlan.

Por supuesto, esta dictadura de la transparencia tiene dos facetas, una positiva y otra negativa. Gracias a ella, pueden darse a conocer a la opinión pública en tiempo real los crímenes cometidos por los Estados: actos de tortura, errores militares, crímenes, violaciones, etc. Ahora bien, a causa de esta dictadura, se pueden disfrazar de enunciados racionales toda clase de discursos delirantes: negacionismo, delirios conspiratorios, divulgación de rumores, etcétera.

De todos modos, lo más sorprendente de esta historia es que los secretos revelados no son nada que no se supiera de antemano. En el ejercicio de sus funciones, los hombres que nos gobiernan se parecen a los demás hombres: detrás de esa apariencia que hay que mantener en toda relación social o diplomática, son capaces de insultar o de demostrar una formidable severidad en sus juicios. En este sentido, para restablecer el equilibrio entre la necesidad del secreto -sin el que ningún Estado de Derecho sabría existir- y la necesidad de un cierto rigor de la información, habrá que encontrar efectivamente un lugar en el que los nuevos dictadores de la transparencia exhiban su estupidez infantil.

Elisabeth Roudinesco, historiadora, socióloga y profesora de la Universidad París VII.