La diferencia brasileña

Viajé a Brasil a comienzos de la década de los cincuenta del siglo pasado, en plena juventud, después de haber traducido al español un cuento de Joaquim María Machado de Assis, y poemas de Drumnd de Andrade, de Joao Cabral de Melo Neto, de Vinicius de Moraes. Mi avión hizo escala en el aeropuerto de Asunción, la capital del Paraguay, y una señora de cara indígena amistosa, me pidió que le diera sus saludos a una pariente suya que vivía al sur de Temuco y de Villarica, es decir, a más de diez mil kilómetros de distancia de la residencia mía.

Llegué al aeropuerto de Galao, al norte de la ciudad de Río, pronto me di cuenta de que mis amigos y colegas literarios tenían una conciencia orgullosa de la fuerza de las dimensiones continentales de su país. Chile no nos interesa por su tamaño, me dijo uno de ellos, sino por su inteligencia, y pronto comprendí que la frase no era desdeñosa sino positiva y hasta amistosa.

El nacionalismo brasileño de mis colegas cariocas me sorprendió porque tenía un aspecto notorio de nacionalismo regional, provincial, estatal. Bastaba que bebieran una copa sencilla de cachaça para que mis amigos empezaran a cantar himnos de alabanza de sus regiones, los que habían nacido en Minas Gerais, los mineros, a coro, entonaban «¡Oh, Minas Gerais, quien te conheçe, no esqueçe jamais, oh, Minas Gerais». Otros eran paulistas, o gaúchos, o de la Amazonía, como el poeta Thiago de Mello, y había un par de bahiano de primera línea, como el novelista Jorge Amado, como el cantante Dorival Caymi y el dibujante argentino Caribé. Tiempos idos vividos, había escrito alguien, ahora no sé si Jaquín Nabuco, que había sido embajador en Chile, y me inclino ahora que la tendencia a cantar a celebrar, era irresistible.

Vinicius de Morales, que era un poeta de primera línea y que había sido amigo en sus años de Petrópolis de Gabriela Mistral, inventaba la Bossa Nova, junto con Antonio Carlos Jobim, y el café de una esquina por donde pasaban desde la playa cercana las «garotas de Ipanema» era el lugar donde bebíamos un chopiño en las primeras horas del mediodía, frente a bandejas de «pescadito frito», era el lugar de nuestros encuentros. Ahora recuerdo a Tom obim alejándose a pie por la orilla de la gran laguna Rodrigo de Freitas, después de haber comido con nosotros en un lugar que se llamaba «Plataforma». En esos días, Vinicius de Moraes, funcionario poco disciplinado de Ytamaraty, el servicio diplomático brasileño, cantaba con su guitarra, con su botellón de whisky al lado de la silla, y sus compañeros de la diplomacia brasileña le daban la espalda. Pues bien, supe hace pocos años que el Estado del Brasil, por ley, le había de manera retrospectiva, con todos los honores y los beneficios adyacentes, el cargo de embajador titular de la república brasileña. Lo digo para que los lectores aprendan, si es que pueden aprender. Y lo digo porque un nombramiento así es parte de esa «diferencia brasileña» que trato de explicar.

Otra diferencia esencial, es la forma que asumió, dentro de su proceso interno, a comienzos del siglo XIX, la independencia brasileña. Nuestras ciudades hispanoamericanas están llenas de héroes del independentismo, estatuas inútiles como escribió en su momento Pablo Neruda. Los brasileños, maestros de la negociación discreta, entre bambalinas, descubrieron la manera de independizarse con un grito. El príncipe heredero de la casa de Braganza, en los muelles de Río donde la gente había concurrido a despedir a los reyes que se retiraban a Portugal, le dijo a sus amigo: «Digan ao povo que eu fico». «Díganle al pueblo que yo me quedo, y ya no hubo necesidad en una de las grandes repúblicas de América de Simones bolívares y de San Martín. Y José de San Martín, mientras preparaba la expedición naval contra el centro virreinal del Perú, tuvo un gesto digno de recordarse: llenó dos baúles de libros para dar comienzo con ellos a las futuras bibliotecas de la nuevas universidades limeñas. «Eu fico», repetimos nosotros el día que regresé a Santiago, y Rubem Braga me mandó después una carta en la que me preguntaba si había sido «adido comercial, junto a una nuvem», porque recordaba su experiencia con alegría, pero estaba sorprendido porque los chilenos no le contestaban las cartas, en consonancia con sus costumbres ancestrales.

Ahora todos se asombran y hacen preguntas sobre la aparición de Jair Bolsonaro. Estudien, digo yo, y no se sorprendan tanto, porque Jair Messias Bolsonaro, con su segundo nombre de pila tan revelador, no tiene por qué sorprender a nadie. Don Pedro I se escribía cartas con el poeta francés Víctor Hugo, y después preparó condiciones, en forma enteramente silenciosa, discreta, para pasar del Imperio a la República y para liberar a los esclavos negros. ¿Cuáles son las intenciones secretas de Jair Bolsonaro? No tengo la menor idea, como es natural, pero si el lector me da licencia, le pediría que no haga el menor intento de convertirse en futurólogo, en adivino político, como las maravillosas adivinas de pueblo de las últimas novelas de Machado de Assis, que llevaban Machado, el escritor más culto de toda la novela hispanoamericana, que decía de sí mismo que tenía «cabeza de rumiante», expresión que se podría aplicar perfectamente a Jorge Luis Borges, que tenía en sus últimos años la misma sonrisa y la misma manera de mirar debajo del alqutrén.

Nosotros, por nuestra parte, tendremos paciencia, y veremos si Jair Bolsonaro, con sabiduría de hombre del interior y de capitán del aire experimentado, es capaz de inventar algo que valga la pena. Aun cuando las cabezas de rumiantes, como la de Machado y la de Borges, no se repiten con frecuencia, ni con elecciones ni con cambios de imperios.

Jorge Edwards es escritor.

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