La diferencia entre comprar un arma y dispararla en el colegio

Que Estados Unidos tiene un problema con la legislación de las armas está fuera de toda duda. Y que el derecho a poseer armas de fuego que su Constitución consagra está relacionado con que sea el único país del mundo en que las matanzas son recurrentes en colegios e institutos es incuestionable. Ahora bien, además de insistir en la urgente regulación de la venta de armas de fuego, creo que es pertinente preguntarnos qué está pasando en los colegios de ese país. La respuesta a la pregunta de por qué un joven norteamericano puede llegar al colegio con un rifle de asalto está en la ley. Sin embargo, la pregunta de por qué decide apretar el gatillo es, sin duda, más compleja y excede a la crucial regulación de las armas.

Después de todo, los jóvenes y las armas están por todas partes en Estados Unidos, pero el horror sucede siempre en el lugar que debería ser el más seguro: la escuela. Y además no acontece en forma de accidente —la consecuencia previsible de vender armas a los más jóvenes—, sino en la modalidad de masacre, asesinatos masivos perpetrados por escolares y que aumentan cada año en un país donde ir al colegio implica riesgo de muerte.

Así que me permito pensar en cómo son esos colegios y cómo se está articulando la educación y la identidad en una sociedad que es, en demasiadas ocasiones, punta de lanza de lo que será la nuestra. Y al pensar en la educación norteamericana es obligatorio fijarse en la competitividad absoluta y en su manera de enfocar la educación en un filtrado de élites, con el objeto de distanciarlas de una clase media cada vez más menguada y todas las personas que quedarán excluidas de cualquier horizonte o bienestar. Se construye así un sistema de estratificación social realmente complejo donde los pobres o los desgraciados sienten que no tienen ningún derecho a ser felices. Esto no quiere decir que los ricos o “los populares del insti” lleguen a ser más dichosos que los demás, pero sí que existen quienes tienen la prerrogativa de llegar a ser felices y aquellos a quienes les ha sido arrebatada esta posibilidad desde niños.

Cualquier niño o joven norteamericano tiene que acumular una gran cantidad de tensión para poder tener el derecho a la felicidad, no ya a un instante de felicidad sino al mero derecho de alcanzarla que no se da, ni mucho menos, por supuesto en la educación de las niñas y los niños. La tensión y el estrés emocional es tan grande que ser adolescente se puede convertir en un reto psicosocial insoportable. De ello dan cuenta las series norteamericanas inspiradas en la vida escolar, donde los jóvenes aprenden un complejo sistema de estratificación emocional que va mucho más allá de las viejas clases sociales. Así un venenoso cóctel hecho a partir de su aspecto físico, su clase social, su sexualidad o sus capacidades intelectuales dará como resultado un supuesto lugar en la escala social, que en la niñez y la adolescencia es en realidad una escala emocional.

Se va construyendo así un techo aspiracional (siempre vinculado al éxito) que muchas y muchos sienten sobre sus cabezas y que en demasiadas ocasiones es tan bajo que atenta directamente contra su bienestar psíquico. Quien necesite corroborar esta tesis no tiene más que encender cualquier plataforma audiovisual y consumir el relato con que Estados Unidos alimenta a sus niños (y a los nuestros). Ahí están títulos como Esta mierda me supera, síntesis perfecta del drama de vivir; Riverdale, misterio en el instituto con asesinatos entre menores, bandas, violaciones y clasismo normalmente integrados en una frívola ficción escolar, o Por trece razones, donde una joven explica las causas de su suicido en cada uno de los episodios para mayores de 18 años que arrasan entre menores… O, si lo prefieren, elijan al azar cualquier comedia o producción para púbico adolescente de las que podemos ver en Netflix, Disney Channel, HBO o Amazon Prime. Las ficciones norteamericanas para jóvenes (incluyendo los dibujos animados) son siempre una forma de escenificar por qué unos tienen que tener mucho para que otros no tengan nada. La pregunta obligada es a cuánta gente (a cuántos niños) arroja al basurero un sistema así. Una realidad donde la competencia ya no se da entre quienes aspiran a ser “los mejores”, sino entre los que podrán tener horizonte y quienes “serán nada” el resto de sus vidas. Una insoportable batalla entre los mejores y los nadie. Quien tenga dudas al respecto puede ver Vuelta al insti, la película de Rebel Wilson que arrasa en Netflix (está entre lo más visto en España desde su estreno) y en la que se escenifica este sistema de estratificación emocional con precisión sociológica. Claro que sus espectadores no son antropólogos, sino adolescentes heridos.

Lo de las armas está pasando en las escuelas y les está pasando a los niños. Está pasando en el corazón de la integración social de un país donde la tensión es máxima. Y esta tensión la estamos viendo llegar a nuestras vidas y a nuestros críos, que no tienen rifles, pero sí todo lo demás. Podemos sentirla ya en los niños y muy especialmente en los adolescentes: en su dolor, en su fatiga, en las unidades psiquiátricas superadas, en los trastornos alimenticios, las depresiones, la ansiedad y en todo el daño que padecen y soportan por el mero hecho de socializar y vivir entre nosotros. Las hospitalizaciones por autolesiones en la población de 10 a 24 años casi se han cuadruplicado en las últimas décadas. Me atrevo a decir, pues, que existe una masacre emocional que sirve como detonante perfecto de las armas de fuego y que es capaz de dañar y de matar incluso sin ellas.

Nuria Labari es periodista y escritora.

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