La diferencia está en las instituciones

¿Qué hace falta para que un país crezca? ¿Petróleo, oro, recursos naturales? Esto es, a menudo, una maldición. ¿Mano de obra cualificada, trabajadora y eficiente? Ya nos vamos acercando. ¿Buenas escuelas, universidades excelentes, I+D…? Para ser un país próspero y con futuro hace falta gente que quiera trabajar mucho y bien, y que sepa hacerlo; otros que aporten máquinas, instalaciones y organización, es decir, que se atrevan a ahorrar y a invertir; otros que sepan organizar todo lo anterior, primero en las empresas y luego en la sociedad más amplia, en los distintos niveles de gobierno.

Y todo eso depende, claro, de las dotes personales de los trabajadores, directivos y gobernantes, pero también de la eficiencia de sus escuelas, de la innovación de sus empresas, de la confianza con la que nos lanzamos a estudiar durante años, con la esperanza de que encontraremos luego el lugar apropiado para ganarnos la vida; con la confianza de que no nos robarán el fruto de nuestro trabajo; de que, si pagamos nuestros impuestos justos, recibiremos a cambio protección e infraestructuras eficientes; de que la Administración funcionará, más o menos bien; de que los jueces respetarán el derecho; de que los políticos no serán corruptos y no nos robarán (demasiado)…

Sí, lo que estoy diciendo es que la diferencia entre Venezuela o Corea del Norte y España no está en sus recursos naturales o en el tamaño de sus empresas, sino en sus instituciones. Y, con esta comparación, nos llenamos de sano orgullo: somos una democracia occidental, próspera y dinámica; no somos un estado fracasado. Pero me gustaría llamar ahora la atención del lector sobre la calidad de nuestras instituciones, porque ahí está la clave de nuestro futuro. Solo pondré aquí unos pocos ejemplos.

Hemorragia legislativa: nuestros diputados y senadores parecen pensar que lo importante es hacer una ley; si luego se cumple o no, esto ya es indiferente, porque lo importante era el titular en los periódicos el día en que se aprobó. Colonización de la Administración por los partidos, porque el poder político necesita el apoyo de la burocracia; las cargas que esto supone para los ciudadanos y las empresas son irrelevantes.

Clientelismo, favoritismo, corrupción. Abuso de poder, que muchas veces se traduce en abuso de mercado. Y es lógico: si el gobierno, a cualquier nivel, tiene mucho poder, más allá de lo que prevé el Estado de derecho, las empresas grandes, que son un bocado apetecible, porque son las que tienen el dinero, necesitan también ellas poder, para evitar que se las coman los políticos. Seguridad jurídica decreciente: basta ver cómo se aplican las leyes en lugares distintos. ¿Por qué las noticias de okupas de viviendas son continuas en Barcelona, pero no en otras grandes ciudades del mismo país?

Y si hay poderes poderosos no mediatizados, las reformas se bloquean. Desde hace 30 años, tenemos excelentes diagnósticos sobre los fallos de nuestro mercado de trabajo, y conocemos muy bien las soluciones… que no se aplican, porque van contra los intereses de los sindicatos, de las grandes empresas, de los partidos y de los gobiernos.

¡Ajá!, dice el lector. Ya tenemos a los culpables… Sí, pero no son solo ellos, porque, según el viejo dicho, los países tienen los políticos que se merecen. Basta ver la alegría con la que los ciudadanos, después de quejarnos de los gobiernos corruptos, pedimos la factura sin IVA, o alardeamos de que hemos bajado no sé cuántos libros sin pagar, o tenemos envidia de los que trabajan y siguen cobrando el desempleo.

Hace ahora 40 años se firmaron los Pactos de la Moncloa, un hito importante en la Transición. Dejaban mucho que desear, pero fueron un primer paso que dieron todas las fuerzas democráticas, para poner orden en nuestra economía y en nuestra sociedad. Nuestras instituciones iban a copiar el modelo que nos venía de Europa, cuyos valores admirábamos y cuyo ejemplo queríamos seguir, aunque quizá de manera suavizada, porque aquello era un cambio atrevido, que queríamos dar, sin prisa, pero sin pausa.

Han pasado cuatro décadas, y nuestro modelo institucional sigue siendo pobre y, lo que es peor, sigue dando marcha atrás. Hemos perdido confianza, que es la clave del capital social: confianza en nuestros gobernantes, políticos, banqueros, empresarios, sindicatos, medios de comunicación, y de unos ciudadanos en otros… Y hemos perdido valores: los conflictos de los últimos años lo muestran claramente. Es una pena, porque ahí nos estamos jugando el futuro de esa sociedad democrática, abierta y solidaria que queríamos construir.

Antonio Argandoña, profesor del IESE.

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