La difícil reforma de los bancos

En 2008, la reacción de todos los Gobiernos ante la crisis bancaria internacional fue unánime: “Esto no puede volver a suceder”. Las autoridades pensaron que la regulación bancaria había sido una de las principales causas de la crisis y que era necesario modificarla radicalmente. Para impulsar las reformas financieras se creó el Consejo de Estabilidad Financiera que ha coordinado el trabajo de cooperación económica internacional más importante de este siglo.

No solo impresiona el alcance geográfico y las miles de páginas de legislación aprobadas sino también la complejidad y minuciosidad de las mismas. Las reformas aprobadas no han dejado sin tocar ningún área de conducta de los bancos y otras entidades financieras: capital, liquidez, gobernanza, remuneraciones, obligaciones de información, sistemas de resolución, y un larguísimo etcétera. Se ha pasado de una desregulación extrema a un enrevesado intervencionismo.

Y sin embargo persiste la insatisfacción con lo hecho hasta ahora. A pesar de haber reducido algo su probabilidad y coste, las crisis bancarias seguirán produciéndose y los contribuyentes las seguirán pagando por la simple razón de que si, llegada la crisis, los bancos centrales no prestasen toda la liquidez necesaria y los Gobiernos no inyectasen recursos públicos, los ciudadanos pagarían aún más por el destrozo del sistema de pagos y la pérdida de confianza en el sistema.

La difícil reforma de los bancosPor ello, algunos insatisfechos con lo aprobado hasta ahora —como A. Admati o M. King— proponen incrementar aún más los requerimientos de capital o de liquidez. Pero también hay insatisfacción entre los regulados. Los banqueros se quejan de que la profusión de requerimientos está ahogando a las entidades, y podrían acabar con los bancos.

El problema es que las medidas adoptadas hasta ahora no se han planteado modificar la protección pública de los bancos que es la causa de su fragilidad. Las nuevas regulaciones han aumentado sus cargas, pero se han mantenido intactas las regulaciones por las que el Estado otorga a los bancos unos privilegios públicos excepcionales. El aseguramiento público de los depósitos, el monopolio de creación de dinero, las garantías de disponer de toda la liquidez necesaria y el respaldo del Presupuesto en caso de crisis, llevan inevitablemente a que los bancos se configuren como instituciones extraordinariamente apalancadas y con fuertes desequilibrios de plazos en su balance que hacen muy vulnerable el sistema financiero.

Algunos autores —como M.Kumhof o J.McMillan— han analizado qué pasaría si los Estados retiraran los privilegios que hoy conceden a los bancos. Sus estudios muestran que, si se acabara con los privilegios otorgados a los bancos y a entidades similares, no sólo los contribuyentes dejarían de sufragar las crisis bancarias sino que también los productos ofrecidos a los usuarios serían de mayor valor y calidad que los actuales, con un impacto positivo sobre el PIB.

Por ejemplo, los depósitos en los bancos privados hoy no son 100% seguros mientras existen reformas que proporcionarían a los ahorradores depósitos totalmente líquidos sin costes de aseguramiento y sin necesidad del respaldo de los bancos centrales a bancos privados. También mejorarían los sistemas de pagos si los bancos no mantuvieran en exclusiva el acceso a los sistemas centrales de liquidación. Y la política monetaria ganaría en flexibilidad si la creación de dinero dejase de estar en manos de los bancos privados y por tanto se pudiera desvincular del aumento del endeudamiento.

De estos estudios se puede deducir que, si hoy tuviéramos que decidir qué tipo de de protección pública debería darse al sistema financiero para mejorar la financiación de familias y empresas, a nadie se le ocurriría otorgar en exclusiva a los bancos el amplio conjunto de monopolios que disfrutan frente a los demás intermediarios financieros y que les convierte en instituciones proclives a las crisis.

Pero esta no es la decisión que hay que tomar ahora, los bancos están aquí y la cuestión es qué hacer con ellos, cómo transformarlos. Al analizar los problemas se puede —y se debe— ser radical y estudiar qué pasaría si no existieran los bancos. Pero a la hora de actuar hay que hacerlo con moderación y pragmatismo. Porque las instituciones sociales no se crean ni se destruyen: se transforman. Acertar con una transición adecuada es la clave del éxito de las reformas estructurales.

¿Por qué no se empieza quitándoles poco a poco sus privilegios, como se hizo al desmontar los monopolios que existían en el transporte aéreo o en las telecomunicaciones? Hoy, con las nuevas tecnologías, se podría ir abriendo a las familias y empresas la exclusiva que hoy tienen los bancos de mantener depósitos sin riesgo en el banco central. No se hace porque se teme que, al quitarles sus privilegios, muchos bancos entrarían en pérdidas y tendrían que cerrar, con lo que, además del coste público de cerrarlos, muchas pymes y familias se quedarían sin su financiación.

Los reguladores financieros están atrapados en algunos dilemas. No se atreven a reducir los privilegios de los bancos porque no existen todavía suficientes alternativas a los bancos actuales. Pero mientras mantengan los privilegios de los bancos, están impidiendo que surjan entidades sin riesgo sistémico que presten a familias y pymes. Además, a diferencia de otros sectores en los que la desaparición de las empresas ineficientes es el objetivo buscado, en la banca los reguladores se preocupan incluso en cuanto entran en pérdidas, por la amenaza que supone su cierre para la estabilidad del sistema o para el Presupuesto. Esto explica que ahora mismo, cuando la herencia de la crisis y los tipos de interés bajos están reduciendo la rentabilidad de los bancos, las autoridades no estén retirando sus privilegios sino que incluso están aumentando las ayudas a la banca: financiación gratis a largo plazo, retraso en los requerimientos de capital, permitir una concentración sectorial que aumente los beneficios...

Hoy estamos mejor que hace tres décadas al haber terminado con los oligopolios de telecomunicaciones y de aerolíneas que entonces disfrutaban de privilegios concedidos por el Estado. Y hoy estaríamos mejor si se quitase a los bancos sus privilegios porque además de impedir que surjan competidores, hacen inestable y frágil el sistema financiero. Pero no se les quitarán, porque sin esa protección entrarían en crisis. De momento, pues, podemos decir que “los bancos tienen los siglos contados”.

Miguel A. Fernández Ordóñez fue gobernador del Banco de España y ha publicado este año el libro Economistas, políticos y otros animales.

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