La dignidad de Ernest Lluch

Llego a las 7 en punto. Ya no cabe nadie en el auditorio de la biblioteca Centelles. 194 personas en las sillas, 30 en las escaleras. Ignacio Martínez de Pisón, que es el presentador, lo dice al empezar y lo repetirá para clausurar el acto. Cuando acabas Patria, de Fernando Aramburu, lo sabes. Has leído un clásico.

La novela cuenta la historia de dos familias en un pueblo del País Vasco. El hijo de una de ellas –terrorista– matará al padre de la otra –un empresario harto de pagar el impuesto revolucionario–. Hacía tiempo que la amistad estaba carcomida. Pero la grandeza de Patria, más que el argumento, es que el planteamiento, nudo y desenlace enganchan porque a lo largo del tiempo el narrador despliega la humanidad de nueve personas atrapadas en la telaraña de una sociedad sometida al terror. No, lector, no sales indemne. Es la potencia de la ficción que, como una turbina, pone el alma en movimiento para cuestionar lo que eres y lo que sabes, lo que sientes y lo que has hecho. Después de haber acumulado en la conciencia tantos pasajes conmovedores, se te impone la certeza de que su tragedia te acompañará para siempre.

Hacia el final de la novela, Xabier –hijo del hombre asesinado– asiste a un acto organizado por el Colectivo de Víctimas. Se sienta, más bien avergonzado y fuera de lugar, en la penúltima fila para escuchar a un escritor –álter ego de Aramburu– que va glosando los motivos que lo han llevado a escribir el libro que tenemos en las manos. Uno es este. “Escribí a favor de la dignidad de las víctimas de ETA en su individual humanidad”. La novela no es de tesis ni defiende una ideología política, pero la gasolina de su motor literario sí es el compromiso civil del autor. No ha habido compromiso más arriesgado, en la España del último medio siglo, que la defensa de la libertad amenazada por el terrorismo etarra.

Hay que recordarlo, sobre todo hoy, que en Euskadi se puede votar sin sufrir por la propia vida. Y yo, cuando me obligo a no olvidarlo, no puedo dejar de recordar aquella escena de Ernest Lluch en San Sebastián. Campaña electoral de las municipales de junio de 1999. Lluch apoyando a Odón Elorza, enfrentándose con verdad y coraje a los cómplices de la violencia que pretendían boicotear el mitin. “Qué alegría llegar a esta plaza y ver que los que ahora gritan antes mataban”. En septiembre del año anterior ETA había decretado una tregua. La rompió el 21 de enero del 2000 matando al militar Pedro Antonio Blanco. A Lluch lo asesinaron la madrugada del 21 de noviembre.

He repescado algunos artículos que escribió, aquí, sobre la problemática vasca durante sus últimos meses de vida. El primero, del 4 de agosto, lo dedicó a su amigo socialista Juan María Jáuregui, antiguo gobernador civil de Gipuzkoa. “Ha muerto alguien por pensar exactamente lo que yo pienso”. Defensor del euskera y firme con la exigencia democrática durante el juicio por el ignominioso caso Lasa y Zabala, Jáuregui era un tibio para el vascoespañolismo. Para los Fusi, Savater y compañía –que, ojo, pusieron su vida en riesgo por la libertad–, tibios lo eran Jáuregui y Lluch. Uno y otro defendían la vía del diálogo para acabar con ETA. Un diálogo, como escribió en aquel artículo, que debía sumar al nacionalismo democrático para culminar con una reforma constitucional. No era equidistancia. Lo tenía claro: “Contra ETA y punto”, escribió el 10 de aquel mes. Hacía falta que las policías actuaran coordinadas (y no parecía que lo estuvieran haciendo, el número de detenciones y desarticulación de comandos había bajado en picado), pero hacían falta estadistas dispuestos a tomar medidas políticas. “La propia Constitución española puede asegurar basamento jurídico para algunos cambios si previamente hay confluencia entre los demócratas y unidad eficaz contra el terrorismo”.

El artículo del 8 de septiembre hablaba de él mismo en tercera persona. Su hermano mayor, algunos amigos, le habían sugerido que quizás que no fuera tan a menudo a San Sebastián. Pero fue. “Volver a ella este verano era difícil porque el riesgo de la violencia ha crecido notablemente”. El 5 de octubre publicó otro advirtiendo del peligro que suponía la normalización de la deriva centralista que hacía una lectura de parte, amenazadora, de la Constitución. Y el 19 “El pecado original de ETA”, el último, ilustrado con una pistola. Impugnando la tolerancia que los demócratas habían tenido con la primera etapa de ETA –un relato acrítico con el uso de la violencia política–, Lluch parecía redactar sus últimas voluntades: “No cejaré hasta que el nacionalismo vasco democrático entre a formar parte del bloque constitucional a través de la fórmula de los derechos históricos o cualquier otra”. Al cabo de un mes, dos tiros en la cabeza lo mataron.

Posicionándose de una manera tan honesta había hecho lo que se propuso cuando dejó el rectorado de la Menéndez Pelayo. Hacer de catedrático, como le explicó a Antón Costas, pero también de intelectual. Hoy Ernest Lluch. Un hombre digno que se arriesgó para forjar una convivencia en paz.

Jordi Amat, escritor y doctor en Filología Hispánica.

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