Para mi querido Eugenio Trías
In Memoriam
Antes de llegar al concierto por la radio del taxi escuché las últimas noticias que, en lo substancial, con algunas añadiduras y cambios nominales, eran tan idénticas a las antiguas como dos gotas de agua: un día más el lodazal desbordado cubría la vida pública con una mezcla, ya tediosa, de veneno, corrupción y resentimiento. De hecho esta circunstancia se ha convertido en algo tan cotidiano que una capa viscosa parece estar aprisionándonos de manera inexorable, de modo que por todas partes domina una atmósfera de pesadez vital. En el mejor de los casos tenemos la impresión de que, colectivamente, costará liberarnos de este aprisionamiento; en el peor, cuando se cruzan los augurios más negros, la prisión viscosa se nos aparece como irreparable.
Pero en el concierto todo cambió, o yo cambié de tal manera que las informaciones vomitadas por la radio del taxi se convirtieron en irreales, mientras lo único real era la escena que tenía ante mis ojos y la música que penetraba en mis oídos. El concierto que acababa de iniciarse no era solemne ni corría a cargo de una célebre orquesta, aunque en muchos sentidos, era más importante que un concierto suntuoso interpretado por una orquesta de postín: el acto al que asistía era la clausura del 175 aniversario del Conservatorio del Liceo y estaba anunciada la intervención de alumnos de este centro. La primera parte del programa consistía en canciones de Giuseppe Verdi y Richard Wagner, en tanto que la segunda estaba dedicada al Idilio de Sigfrido, del segundo de estos compositores.
Cada canción fue ofrecida por un cantante y un pianista distintos, hasta sumar un buen número de participantes. El nivel medio era verdaderamente sobresaliente y, por el mismo aspecto físico de los intérpretes, era fácil comprender que en aquel conjunto de jóvenes talentos reunidos por el Conservatorio estaban presentes estudiantes de diversas nacionalidades, unidos por el afán de vigor y de belleza. A mí me resultaba curioso que, en mi ánimo, a medida en que se sucedían las interpretaciones, se iba desvaneciendo aquella sensación de viscosidad moral, cuyo último reflejo habían sido las informaciones escuchadas en el taxi, por las calles de Barcelona, camino del Auditori. Cada uno de aquellos jóvenes, con sus voces espléndidas, actuaban como un antídoto frente al envenenamiento de la vida colectiva en el que todos, aun involuntariamente, estábamos implicados. No sé si aquellas interpretaciones eran mejorables, dada la juventud de los actuantes, pero de lo que no tengo ninguna duda era que poseían una capacidad suprema para romper el sortilegio de modo que, mientras se realzaba la dignidad de lo bello, se desnudaba la abyección de lo mezquino y lo corrupto.
Probablemente sin saberlo, y sin preguntárselo, lo que aquellos jóvenes ponían de relieve era que hay, en efecto, un sendero para romper el círculo vicioso en el que creemos encontrarnos: y ese sendero no es otro que la obra bien hecha por parte de quien se siente verdaderamente responsable de lo que hace. No importa, desde luego, tanto el tramo del camino en que nos encontramos cuanto la voluntad y el esfuerzo por llegar a la meta.
Para que una cantante interprete admirablemente las wagnerianas Mignonne y Adieux de Marie Stuart, o bien Perduta ho la pace y Il misterio de Verdi, se necesita una concatenación de energías que acaban siendo una exaltación de la vida. En el fundamento, por supuesto, se halla el propio esfuerzo creativo de los compositores. Desde esta perspectiva la elección del programa no podía ser más adecuada, no sólo porque coincida este año el bicentenario del nacimiento de ambos compositores sino porque, rivales en todo, Verdi y Wagner también rivalizaron en el descomunal impulso creativo que sostuvo sus obras. Uno y otro sirven como perfectos ejemplos para desmentir el igualitarismo en la mediocridad que otorga igual valor a lo que es fruto del tesón y el riesgo y a lo que es la mera consecuencia de la comodidad y la apatía.
Sobre los cimientos de las composiciones se alzan luego, a menudo como edificios invisibles, prolongadas jornadas de aprendizaje y ensayo, en las que los dedos que golpean las teclas o las delicadas cuerdas vocales son sometidos a un severo proceso de ajuste y perfeccionamiento. Únicamente al final de este proceso, en ocasiones durísimo, aflorará la obra bien hecha. Para que lleguen a nosotros esas maravillosas voces, angélicas o demoníacas, cómicas o trágicas, que transcriben melódicamente la existencia humana, ha sido necesario acumular horas de trabajo y sacrificio, aunque asimismo de alegría y satisfacción, que culminan en el goce supremo de la obra bien hecha. Lo que apreciamos no es sino la resplandeciente punta del iceberg que se apoya sobre la montaña sumergida de los esfuerzos realizados.
Este es el camino de la creación, en la música y en cualquier otro campo en el que el hombre asuma dignamente su responsabilidad. Y me pareció que, en alguna medida, las jóvenes voces que se escuchaban en el Auditori eran la reivindicación de ese camino. El camino opuesto, sobre el que había oído hablar una vez más en la radio del taxi, al trasladarme al concierto, ya lo conocemos: es el camino de la depredación. No sólo lo conocemos sino, como si hubiésemos aceptado un sórdido encantamiento, parecemos, en cuanto comunidad, no ser capaces de seguir ningún otro. Cuando hablamos de la rapiña y de la corrupción moral del presente deberíamos estar en condiciones de hurgar en las raíces de nuestro actual desconcierto. ¿Cómo podríamos esperar hoy una sociedad moralmente aceptable cuando ayer nos decantábamos completamente por el botín fácil e inmediato? Nos inclinamos, como una ley general, por la depredación frente a la creación. Ésta, tal como demostraban los jóvenes cantantes del conservatorio, requiere la lentitud, el aprendizaje, la lucha y un sentimiento de respeto que desemboca en la belleza de la obra realizada; aquélla, por el contrario, ofrece el consumo instantáneo, la rentabilidad inmediata, la indiferencia ante la sordidez e, inevitablemente, como si el depredador acabara devorándose a sí mismo, la apatía moral.
Lo que ahora se dibuja en el horizonte, y en cierto modo se abate sobre nosotros, es un difuso sentimiento de vergüenza por no haber ofrecido casi resistencia a la depredación, acompañado por un sentimiento no menos vergonzoso de impotencia. El taxista que me conducía al Auditori iba comentando lacónicamente las noticias que transmitía la radio de su vehículo. Era un hombre de mediana edad, afable, que, en lugar de lamentarse, se limitaba a constatar su desánimo: “son los responsables de todo lo que pasa”; “nosotros somos los culpables”; “no sabemos cómo salir de esta”; “no saldremos de esta”. Una espiral progresivamente fatalista. Sin embargo, era realmente amable y me despidió con el deseo de que disfrutara de la música.
Y así lo hice. En la segunda parte de la velada la Orquesta de Cámara del Conservatorio, compuesta por músicos tan jóvenes como los cantantes que habían intervenido en la primera parte, interpretó el Idilio de Sigfrido. Es, creo, una obra que consigue su extraordinaria sugestión a través de una enorme complejidad compositiva. Frente a ella la joven orquesta tuvo la capacidad de resolver notablemente el desafío. No era difícil intuir el trabajo oculto, las numerosas horas de ensayo que permitían apreciar aquella vigorosa filigrana sonora. Si las voces individuales de la primera parte reclamaban la atención sobre la labor personal, la interpretación de la orquesta ofrecía una buena metáfora sobre el valor de la energía compartida. La música de Wagner, con sus refinados despliegues, llenaba el aire del auditorio de esa singular sensación de dignidad que el hombre alcanza a través de la belleza y que, al cabo, en medio de las mayores penurias es una afirmación de la vida.
Quizá por eso, antes del aplauso que debía premiar la actuación de los jóvenes músicos, hubo una brevísima pausa, un instante de respeto, el reconocimiento de que lo mejor de la existencia humana siempre se ha nutrido de ese fervor que acompaña a la auténtica creación. Algo que, desde luego, los depredadores, que han alimentado lo peor de aquella existencia, nunca comprenderán.
Rafael Argullol es escritor.