La dignidad de la lectura

La lectura de un artículo de Luis Goytisolo este verano titulado El canon y la caspa me hizo pensar en dos cuestiones. La primera, que en dicho artículo había expresada una generalización en torno a la literatura de masas que no encajaba (o encajaba mal) con el sustrato del artículo que era, si mucho no me equivoco, hacer una legítima defensa de los progresos estéticos que supuso para la novela española los experimentos formales que se operaron durante los años sesenta y setenta. Nunca, según el autor de Las afueras, suficientemente reconocidas. Evidentemente, con toda justicia poética, de esos progresos formales fue sustancial el mismo Luis Goytisolo, al que creo que nunca nadie en este país osó ignorar. La segunda, su elitista consideración de la literatura de masas, y con ello, sin que a lo mejor el autor se percatara, la estigmatización de los lectores y la lectura en general.

Empecemos por la primera cuestión. Me veo obligado a transcribir el apartado en el que considero que se produce un malentendido. Escribe Goytisolo: “Por otra parte, en los años ochenta, se fue implantando con éxito un nuevo tipo de novela que, debido a su amplia acogida, despertó más respeto que rechazo: la novela de gran público , el best seller, un producto más relacionado con el éxito de ventas que con la calidad literaria”. En los años ochenta se produjeron dos fenómenos simultáneos: se vendían como rosquillas las novelas de Alberto Vázquez Figueroa y se hicieron varias ediciones con unánime celebración crítica de El desorden de tu nombre, de Juan José Millás. Y, además, le acompañaban nada más ni nada menos que Antonio Muñoz Molina, Jesús Ferrero, Manuel de Lope, Alejandro Gándara, Luis Landero, Soledad Puértolas, Almudena Grandes, Cristina Fernández Cubas, Adelaida Morales y un largo etcétera. Estos autores gozaron de un gran predicamento crítico y fueron paradigmas de lo que en esa década el editor Enrique Murillo denominó, muy acertadamente, la década de la narratividad, en contraposición a las décadas anteriores, que lo fueron de la experimentación. Con estos datos, mal puede casar la mala prensa de los best seller con los acreditados nombres que he enumerado. Dice también Luis Goytisolo que la principal característica de esa novela española de los ochenta, de la que curiosamente no da ningún nombre, es “que te atrapa”. Recuerdo que leí El invierno en Lisboa y me atrapó. Cuando uno es un lector exigente, para que un autor te “atrape” (es decir, para que no dejes la novela a los dos segundos de empezarla) debe utilizar todo el arsenal retórico a su disposición, toda la tramoya ilusionista con que cuenta la novela como género al servicio de la historia que se cuenta, del horizonte moral al que aspira y, sobre todo, al servicio del lector. Esa tendría que ser siempre su estética y su ética. A lo mejor habría que inaugurar una nueva catalogación novelística: por ejemplo, “Los libros que atrapan”. De la misma manera que me atraparon en su momento las novelas de Graham Greene y me atrapan ahora las de Emmanuel Carrère, también me atraparon las de Javier Cercas. O las de Vargas Llosa, autores innegablemente tan exitosos en el capítulo de las ventas como en los del reconocimiento crítico. (Conocí gente que me dijo que leyó de un tirón A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust y me aseguraron quedar enredados en esa madeja de hilos argumentales, de puntos de vistas, como atrapados en el mismísimo proteico misterio de la vida).

La segunda cuestión a la que aludía El canon y la caspa era la estigmatización del best seller como pernicioso para las sensibilidades sublimes de la literatura. Cuando se plantea esta cuestión, evoco al último pasajero de metro con un libro en la mano que se quedó grabado en mi retina. Lo veo leer apasionadamente un voluminoso best seller, un libro de esos que “atrapan”. Lo veo y me emociona.

Cuando uno lee, sea el que sea nuestro nivel de competencia y exigencia estéticas, lo que está haciendo es aceptar unas reglas que te invitan a entrar en un mundo que no es tu mundo, un mundo paralelo al que vivimos, con aristas emocionales, históricas, sociales y espirituales que no son como los que nosotros vivimos cotidianamente, pero que nos las recuerdan. Ese lector siempre debe merecer nuestro respeto. Porque cuando lee, sea lo que sea, lo que está haciendo esencialmente es ejercitar una dignidad ajena a toda esa rutina desespiritualizada a que el sistema lo aboca.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *