La dignidad de los inmigrantes

Tiempo atrás, en una reunión de escritores, un grupo de catalanes hablaban de la inmigración y decían que era una ventaja, que el mundo ya estaba en nuestro país y que ello convertía nuestra sociedad en más abierta, más curiosa y más permisiva. Una amiga mexicana, cronista del New York Times y excelente observadora de los procesos sociales, dijo: «Esto es verdad, pero no es exacto. Porque si bien pasa todo esto que decís, la inmigración también es un problema y habría que tratarlo como si lo fuera. Porque que sea un problema no significa que no tenga solución». Y entonces contó que aquella misma mañana, andando por Barcelona, había visto a una mujer esperando el autobús a la que caían pieles de naranja en la cabeza. Sorprendidas, la mujer del autobús y mi amiga cronista miraron hacia arriba y vieron a una niña musulmana comiéndose una naranja que acababa de pelar. Mi amiga se fijó entonces en la reacción de la mujer que esperaba el autobús, que pasó del enfado a la sonrisa: si solo es una niña..., le dijo a mi amiga cuando se percató de que la observaba.

Este es el problema de la inmigración, resumió mi amiga mexicana. Porque por un lado a la niña no le parece nada raro tirar la piel de la naranja por el balcón si acaba de llegar, pongamos, de algún pueblo de Libia. Y por otro, a la señora que coge el autobús le molesta que le tiren basura encima. Pero no es capaz de enfadarse con una niña porque le parece injusto. Se siente mal. Aunque en su interior, inevitablemente, le moleste. Y yo siempre he pensado en aquella escena y en aquella explicación.

Yo misma he sido extranjera durante muchos años y reconozco la pretensión, y la necesidad, de sentirnos en casa allá donde vamos. Pero es un proceso muy difícil, muy lento, muy complicado y que no solo pasa por las políticas de integración, las facilidades institucionales o los planes sociales; aunque también. Pero cambiar de país es, principalmente, un proceso muy íntimo.

Yo diría que, en general, las políticas de recepción de inmigrantes aquí son bastante permisivas y abiertas a mucha gente a la que tratan de ayudar y que tratan, también, de que encajen. Es cierto que tienen ayudas especiales y que disfrutan de una serie de ventajas que, muchos de ellos, no tienen en sus países de procedencia. Pero también lo es que con esto no es suficiente, aunque en ocasiones pueda parecer una malversación, porque muchos inmigrantes llegan en situación de extrema pobreza y necesitan toda la ayuda que puedan recibir y más. Como se dice en México: con todo y todo, no alcanza. Pero esto no quita que en nuestro país haya también millones de personas con millones de necesidades. Y esta imposibilidad de que haya de todo para todos es un problema. Aunque esto no se traduce en que si los inmigrantes no estuvieran nosotros seríamos más ricos. En realidad, muy probablemente lo seríamos menos.
Esto por un lado.

Por otro, no todos los inmigrantes que vienen son pobres. También vienen profesionales, artistas y trabajadores de multinacionales. Porque inmigrar es, de acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, «llegar a establecerse en un país aquellos que son naturales de otro». O sea: diplomáticos, jugadores de fútbol, cantantes y directores de cine. Y también universitarios, científicos e investigadores. Vengan del país que vengan. Y, sin embargo, cuando hablamos de la inmigración, en realidad, a menudo hablamos de la inmigración de los pobres. Y eso sí es un prejuicio sobre el que tenemos que pensar, frente al que tenemos que hacer un esfuerzo para entenderlo y para entendernos y contra el que tenemos que luchar. Porque suele ser una versión insoportable del racismo.

Yo he vivido muchos años en el otro lado. En el país pobre del que se marcha. He visto a centenares de personas que no tienen otra alternativa que cruzar una frontera, jugarse la vida y ser vistas por mucha gente con mala cara. Y también aquí, en nuestro país, conozco a mucha gente que ha tenido que hacer cosas como esta. El otro día hablaba de ello con un amigo de la India que trabaja de mediador en problemas judiciales entre las autoridades de aquí y los habitantes del subcontinente asiático. Y me decía, sorprendido: «Yo siempre les pregunto por qué vienen. Aquí son mucho más pobres, están mucho más solos y a menudo viven demasiado al margen». Y yo le contesté que creo que lo hacen por sus hijos. Que estamos ante una generación entera de gente que se está sacrificando por su familia. Un fenómeno mundial y extraordinario que ninguno de nosotros llega a entender. Y que afecta a millones de personas que buscan una vida mejor, no solo para ellas, sino también para sus padres, sus hijos, sus familiares... Gente que se sacrifica porque cree que existe un lugar donde la vida, si ahora no es más fácil, quizá algún día lo será. Aunque ellos ya no estén aquí para verlo. Esta es la dignidad de millones de inmigrantes pobres que se juegan la vida y se la hipotecan para salvar a los suyos. Un acto de amor y de desesperación impensable para la mayoría de nosotros. Literalmente.

Esto no quita que se formen guetos, que nos cansemos de escuchar hablar mal del país que les acoge, que a veces las soluciones no sean lo bastante justas y que las cosas exploten aquí y allá de vez en cuando. Pero como dice mi amiga mexicana: que sea un problema no significa que no tenga una solución. Y si no pregúntese: ¿usted haría lo mismo si estuviera en su lugar?

Lolita Bosch, escritora.