La dignidad del enfermo y el respeto a la debilidad

El concepto de dignidad es tan básico y fundamental que resulta difícil de definir. Podría decirse que la dignidad constituye una sublime modalidad de lo «bueno»: la excelencia de aquello que está dotado de una categoría superior. Pensadores tan distintos como Kant y Tomás de Aquino coinciden en considerar al hombre como un bien en sí mismo. Algo dotado de una nobleza y dignidad intrínseca.

Kant dice que el hombre no puede ser tratado -ni por otro hombre, ni siquiera por sí mismo- como un simple medio o instrumento, sino siempre como un fin. Tomás de Aquino señala que el término «dignidad» hace referencia a la bondad de alguien considerado en sí mismo, frente a la «utilidad» que es la cualidad que posee algo, como medio para obtener un bien distinto. La grandeza del hombre -intrínseca, en sí- es la que fundamenta su dignidad.

Toda criatura tiene valor. Cada una de ellas merece el respeto acorde a la perfección de su ser. La diferencia fundamental entre la importancia que corresponde a toda criatura por el hecho de ser y la incomparable nobleza del hombre es el carácter irrevocable de fin de sí mismo de éste que impide tratarlo exclusivamente como medio. Toda persona, aun llena de taras y defectos, aporta al universo una contribución única e irrepetible que hace de ella algo radicalmente irreemplazable, y al mismo tiempo resulta degradante y éticamente inaceptable tratar a una persona como si fuera una cosa, para el progreso de la ciencia o de toda la Humanidad, o como un factor improductivo que sólo genera gastos o incomodidad.

En definitiva, todo ser humano (desde la concepción hasta su último instante) tiene un derecho absoluto, por el mero hecho de existir, de ser considerado como fin; debe ser tratado como algo único, insustituible e irrepetible. Esta es la dignidad constitutiva u ontológica de la persona, del ser humano. Esta dignidad pertenece a todo hombre y está indisolublemente ligada a su naturaleza con independencia de sus condiciones, sus circunstancias o su actuación. Desde el ser más joven, el embrión, pues la ontogénesis es un proceso continuo en el que nada permite sostener, sino todo lo contrario, que un individuo vivo no humano se ha transformado en ser humano, hasta la persona incompetente por pérdida de sus facultades como consecuencia de alguna enfermedad o de la evolución geriátrica.
No cabe, pues, arrebatar la dignidad a ningún ser humano -como ha pretendido Singer, entre otros- con la argumentación de separar los conceptos de «hombre» y «persona». Si, como pretende el utilitarismo, se exigiera la conciencia del yo y una racionalidad madura, ciertos grupos humanos dejarían de ser considerados personas. Los embriones, los lisiados, los deficientes mentales o los viejos podrían ser sacrificados. ¿Y quiénes serían los expertos que decidieran esta selección? El valor supremo del hombre no puede depender del juicio variable de otros.

En este contexto es muy importante que todos -los sanitarios por supuesto- tengamos muy presente el respeto a los débiles. Herranz ha escrito mucho sobre el «respeto a la debilidad», y muchas de estas consideraciones son suyas.
La sociedad en general y los médicos y enfermeras en particular necesitamos comprender que nuestro primer deber ético es el respeto a las personas cuya vida está debilitada. Es esencial que la Medicina acepte la vulnerabilidad y la fragilidad humana y que la haga comprender a todos. El respeto médico a la vida es respecto a la vida frágil y doliente. Lo propio del médico es curar o cuidar a la vida dañada. Por eso es fundamental que el médico reconozca en esa humanidad deteriorada toda la dignidad de un hombre. Se ha ido implantando un determinado enfoque de la «calidad de vida» por el que la vida sólo goza de valor si tiene o puede recuperar ciertas condiciones de eficiencia, de productividad y de bienestar. De esta forma se ha introducido un concepto de «calidad de vida» que discrimina entre vida dotada de valor y vida sin valor y, por ello, no merecedora de ser vivida. Al medir la «calidad» de una persona no sólo hay que tener en cuenta su estado físico. Hay enfermos en silla de ruedas o viviendo sus últimos días en la cama de un hospital que rezuman generosidad, alegría profunda, madurez y verdadera fortaleza interior que supone para todo su entorno un ejemplo inestimable, dándonos el privilegio de cuidarlos.

Tenemos que huir de la tentación de considerarnos la referencia y por ello pensar que es imposible ser feliz y estar contento ante una situación de grave deterioro físico. Debemos pensar que la verdadera felicidad no siempre coincide con el bienestar físico o material. Los más felices no son siempre los que más sanos están o los que más poseen. Por ello hay que comprender que la vida de cada persona incluye la capacidad de sufrir, la limitación aceptada y la enfermedad. Estos elementos forman parte de la vida. Se podría decir que no se es verdaderamente humano si no se acepta cierto grado de fragilidad, en uno mismo y en los demás. Debo confesar que el término «muerte digna», de tan manoseado y tergiversado, no me dice nada. Por ello debo realizar una reflexión en torno al concepto de dignidad y al de respeto a la fragilidad, que no es otra cosa que «la preservación y defensa de la dignidad de la persona durante la enfermedad».

La Medicina Paliativa -una Medicina tan antigua como Hipócrates- es medicina complementaria y sincrónica, la Medicina con intención curativa que estudia los procesos nosológicos, su etiología, etiopatogenia, sintomatología y clínica, diagnóstico, tratamientos y pronóstico. Pero la preservación, defensa y respeto al enfermo supone que no sólo en la hora de la agonía o en la proximidad de la muerte, sino en todos los momentos evolutivos de la enfermedad, esa persona débil goza del derecho a verse rodeada de condiciones de dignidad.
Supone morir sin dolor y sin síntomas mal controlados o síntomas refractarios. Supone no prolongar de manera artificial el proceso de morir. Supone morir acompañado de la familia y amigos, tener la posibilidad de ser informado adecuadamente y sustancialmente para participar en la toma de decisiones. Supone elegir dónde se desea morir, contando en cada caso con el apoyo adecuado. Y para la sociedad en general supone aceptar la dignidad de la vulnerabilidad y la fragilidad. Hay para ello que huir de la llamada «soberbia de la salud», tan introducida en la mentalidad del «culto al cuerpo» de nuestro tiempo. Pero, volviendo a la dignidad como concepto, yo daría unas claves para significar si realmente se la está respetando. Me refiero a lo que podremos llamar las dimensiones de la dignidad y a través de ellas detectar si hay respeto y consideración. Se trata de la verdad, la justicia, la libertad y el amor.
Hay que ser muy preciso en la verdad, y por tanto en la información, para decir que la persona ha decidido con libertad. Para asegurarnos de que ha elegido con verdadera autonomía. Pero no nos engañemos, la libertad de elección tiene unos límites. A veces es una bandera mal utilizada para realizar atentados contra la propia dignidad. La dimensión fundamental es el amor. Donde hay amor hay dignidad. En realidad, se diría que las tres anteriores no son más que expresiones del amor. El amor por sí solo sustenta y expresa la dignidad.
La persona ha sido creada para ser amada y para amar. Este es el fundamento de la existencia de los médicos y enfermeras que quieren ser respetuosos con la dignidad de toda persona frágil. Esta es la ética de su razón de ser. Esta es la señal de un verdadero progreso de la sociedad moderna.

Manuel González Barón, director de la Cátedra de Oncología Médica y Medicina Paliativa de la Universidad Autónoma de Madrid. Jefe del Servicio de Oncología del Hospital Universitario La Paz.